OCTAVO DÍA | Por Julián López Amozurrutia |

Navidad en familia. Todos tienen algo que hacer. Alguien cocina. Alguien más decora. Otro arregla las luces. Otro más, ya cansado, se detiene a conversar sobre el paso del tiempo. Alguno alude a los ausentes. Un niño pregunta y, en tanto, colabora. Una picardía inesperada suelta las risas. No falta quien se ha disgustado.

Un elenco de misterios se enumera. ¿Cómo preparaba la abuela el turrón? ¿En qué momento se nos coló Santa Claus? ¿Los regalos a los pequeños se distribuyen el 25 de diciembre o el 6 de enero? ¡A mí me enseñaron en el kínder que los Reyes (¿sí son tres?) también traían regalos, y mis sorprendidos padres se fueron a buscar hasta los rincones imposibles el último capricho de su primogénito, aunque ya el Niño Dios lo había obsequiado! Aún se lo agradezco, e inevitablemente sonrío.

El ensanchamiento de la familia por los matrimonios hizo que se compartieran costumbres. Los villancicos se nutren de nuevos versos. «Yo me lo sabía de otra manera». Ciertas frases resultan ininteligibles, y se completan con un «la la la» divertido. Se escucha un viejo disco que la magia tecnológica traspasó a formato digital, con todo y ruidos. «¡Órale!»

Pedir posada. Los niños se disfrazaron de la Sagrada Familia, de ángeles o de pastores. San Gabriel toma muy en serio su papel. San José está un poco distraído. La Virgen no está convencida de su rol. Un pastor quiere estar «dentro» y un peregrino «fuera». El bizarro escenario se cumple. «Déjalos».

La piñata juguetea mientras le llega su turno. No sabe lo que le espera. Un niño la evade, temeroso. Nunca le ha gustado. ¿Esa soga todavía existe? ¡Y el palo! ¡Este sí no se rompe!

Alguien ya puso al Niño Dios en el pesebre. ¡Todavía no es medianoche! ¿Qué hay que esperarse hasta medianoche? Yo ya tengo hambre.

Un gesto importado de una cuñada: arrullar al Niño. Una sobrina se entrenó bien. «¡Así no! ¡Así nunca se va a dormir! Mira…» Y uno se pregunta cómo el instinto materno late ya ahí, en esa vida incipiente. Sabe que no es un juego. ¿Cómo intuye ya la diferencia entre realidad y fantasía? ¿Cómo incorpora a sus ritmos vitales los ritos familiares? De cualquier modo, ya va almacenando en su memoria la experiencia que refuerza su identidad. Y ahí se anuncia ya el sabor de la eternidad.

El arrullo. ¡Vaya síntesis! Que el Niño pueda dormir. Que no lo atemoricen los peligros; que se sienta protegido. ¡Tantas veces la noche parece una amenaza ingobernable! ¡Tantas noches volverán sobre su alma, encogiéndole el corazón! La huella de sus lágrimas surca aún su rostro tierno. Pero hay alguien convencido y cariñoso que le quiere cuidar. Quisiera abrazarlo más fuerte, pero es aún demasiado frágil. El canto suave se acompasa con un tenue meneo. La vida cuida a la vida.

Es sólo un instante, pero en él la vida ha vuelto a pasar con toda su insistente fuerza. El impulso que mantiene despiertos y vigilantes a los guardianes, la opción convencida contra la muerte y el olvido, la perseverante aspiración a un amor sólido, que no sea destruido por la banalidad frívola ni por el tiempo. Arrullando a la Vida, la Vida nos arrulla, nos consuela y nos da esperanza. «Todo estará bien», se escucha. «No tengas miedo». «Yo he vencido». Pensando en la Cruz, el sueño del pequeño adquiere su máxima elocuencia. Parece tan quebrantable, y en realidad Él sostiene el universo. Respira quedo, en una profecía de paz. «Vale la pena seguir, no lo dudes». ¡A cenar!

Artículo publicado en el blog Ocatvo Día de eluniversal.com.mx, el 19 de diciembre de 2014. Reproducido con permiso expreso del autor

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