Por Juan Gaitán |

En una ocasión un amigo me compartió una preocupación. Me dijo que aceptaba con alegría los misterios de la fe, pero que tenía problemas particularmente con uno: ¿cómo puede Jesucristo, en su inmensidad, estar en una pequeña hostia? A lo que añadió: Y no me basta para ello con responderme «que Dios todo lo puede».

Ciertamente es complejo el misterio de la consagración que a él le ocupaba, el cual merece una respuesta de la Teología más profunda que un simple «porque Dios es todopoderoso». ¿Cómo puede ser un aparente pedazo de pan, de manera íntegra, el Cuerpo del Señor? Cuando recibí la pregunta respondí con algunas pistas que a mí me han servido para acercarme a la Eucaristía, pero creo que una en concreto es la que mejor puede explicarlo.

El sentido de la Eucaristía

Es verdad que Dios todo lo puede y, por tanto, si Jesucristo deseó su permanencia entre las comunidades cristianas, pudo haberse quedado de muchas maneras, no necesariamente bajo las especies de pan y vino. Sin embargo, es un hecho que ése es el modo que eligió.

Entonces, es necesario fijar la atención en una nueva pregunta: ¿Por qué pan y vino? Para todas las civilizaciones del mundo el pan y el vino (o el alimento y la bebida básicos que ocupen su lugar) son elementos de la naturaleza que el hombre ha destinado siempre a ser compartidos. El pan puede comerse en soledad, pero si alguien así lo hace está rompiendo con el modo natural de ser social del humano, que tiende a congregarse para comer.

Mirando los relatos de la Última Cena (Mt 26,26-29; Mc 14,22-25; Lc 22,15-20; 1Cor 11,23-26) y la experiencia propia de la Iglesia, podemos notar que el pan consagrado se parte y se entrega para ser compartido, para ser alimento de la comunidad, al igual que Jesús, en señal de Alianza.

Es decir, el hecho de que Jesucristo haya querido permanecer en la Iglesia bajo la apariencia de pan y vino, sólo se puede entender en el sentido que el pan y el vino están hechos para compartirse, para crear un alegre banquete que prefigure el Reino de Dios.

La plena comunión con Dios a través de la Eucaristía se alcanza sólo si existe una comunión sincera con los demás hombres. Así puede Jesús estar en una pequeña hostia, porque continúa su modo de ser humilde, para ser entregado y compartido. Así como se «abajó» al encarnarse (Fil 2,6), así se «abaja» para ser alimento de vida eterna.

Así pues, la próxima ocasión que nos dispongamos a recibir la Eucaristía, hagámoslo con la conciencia de que además de ser un encuentro íntimo con Dios, también es un banquete para la comunidad. A veces es útil echar una mirada a quienes están formados en la fila de la comunión y pensar: el mismo pan es el que todos comemos, ¡qué alegría compartir la fe con estas personas!

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