Por Julián López Amozurrutia |

Los últimos días del año adquieren tonalidades de gratitud y melancolía. ¡Cuántas bendiciones recibidas! ¡Cuántas oportunidades perdidas! La tentación de Heráclito decreta un flujo inapresable. Y, sin embargo, el repaso de los sucesos asombra con su contundencia. Ahí están los hechos, las experiencias; sobre todo, las personas. ¿Pasaron a mi lado sin recibir una sonrisa? ¿Les ofrecí una mano que los ayudara, un gesto de esperanza que los sostuviera? Entre torpezas y generosidades, se ha ido tejiendo la historia. Queda ahí, en la memoria del cosmos, en la misericordia de Dios.

El tema navideño sigue siendo el Dios-con-nosotros. Sobre el misterioso timbre de los oboes, el Salmo 46 lo reitera: «El Señor de los ejércitos está con nosotros, nuestro alcázar es el Dios de Jacob».

Así de clara es la osadía de la fe. No estamos solos. Las tinieblas, en su conflagración contra la luz, no tienen nunca la última palabra. «Dios es nuestro refugio y nuestra fuerza, poderoso defensor en el peligro. Por eso no tememos aunque tiemble la tierra, y los montes se desplomen en el mar. Que hiervan y bramen sus olas, que sacudan a los montes con su furia»: Dios está con nosotros.

¿Hay lugar para el regocijo cuando tantos síntomas sociales alarman y asfixian? Lo cierto es que «el correr de las acequias alegra la ciudad de Dios, el Altísimo consagra su morada. Teniendo a Dios en medio, no vacila; Dios la socorre al despuntar la aurora. Los pueblos se amotinan, los reyes se rebelan; pero Él lanza su trueno, y se tambalea la tierra»: Dios está con nosotros.

-¡Eso es una ingenuidad inaceptable! -irrumpe en contracanto una voz grave-. ¿Cómo pueden continuar hablando de Dios después de tanta descomposición? ¡Levanten la voz contra el absurdo, destierren su fantasmal presencia al caos originario y comprométanse haciendo un mundo con un poco menos de dolor!

Pero el creyente, con una melodía casi contumaz, que ciertamente estuvo a punto de ceder ante la desesperación, vuelve a su tema, que es una caricia: «Vengan a ver las obras del Señor, las maravillas que hace en la tierra: Pone fin a la guerra hasta el extremo del orbe, rompe los arcos, quiebra las lanzas, prende fuego a los escudos. ‘Ríndanse, reconozcan que yo soy Dios: más alto que los pueblos, más alto que la tierra'»: Dios está con nosotros.

Y es que la fe no resuelve sola la encomienda. Un dios que arreglara automáticamente los problemas de su creatura libre sería un sinsentido. No estaría a la altura de la humanidad. El Dios verdadero en vez de sofocar la voluntad, la sana y la vuelve a hacer operativa. En su misterio, se pone a la altura de la humanidad -¡abajamiento!- y lleva al ser humano a trascender de modo casi desquiciado el horizonte de su temporalidad. ¡Hay algo más!, repite. Pero lo dice con voz amable, cálida, tierna. Y le apunta a la eternidad como su auténtica estatura.

Nada se ha perdido. Esta es la certeza. Esta es la esperanza. La tarea prosigue en su demanda de justicia. El tejido se ha hilvanado con figuras que de cerca nos parecen inconcebibles. Sólo al final, cuando veamos la obra maestra concluida, entenderemos el genio que ha incorporado a su labor incluso nuestras traiciones, transfigurándolas en luz. Nada se habrá perdido: Él estará con nosotros.

Entre la gratitud y la melancolía, la vida perdura en su sorprendente afirmación. La conciencia que la acompaña da nombre a lo sucedido. La palabra condensa el misterio del camino y la Palabra lo redime de nuevo. Dios sigue con nosotros. Y seguirá.

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