Por Jorge E. Traslosheros H. |
Creyentes, agnósticos y ateos estaremos de acuerdo en que uno de los grandes personajes de nuestra historia es la Virgen de Guadalupe. Sea que consideremos verdadera su presencia, o tan sólo un signo pletórico de historia, lo cierto es que nos ha acompañado desde la fundación de nuestra patria, hasta lo más cotidiano de nuestros gozos y pesares, dejando su impronta en nuestra cultura.
No es extraño que hoy, en momentos tan aciagos, también se haga presente desde el Tepeyac. Después de haber estudiado su historia e incursionado en las devociones y estética que ha inspirado, he llegado a la conclusión de que el secreto de su ininterrumpida presencia radica en los atributos que le han dado identidad desde el primer momento: ser Madre y ser gestora de la paz.
El Nican Mopohua, bien sabemos, es la narración originaria del acontecimiento. Fue escrita en náhuatl en la década de 1550 por los indios discípulos de fray Bernardino de Sahagún del Colegio de Tlatelolco. En la narración, la Virgen se muestra a Juan Diego como la madre del Nazareno, del Dios verdadero, dador de la vida, hacedor de la gente, dueño de los cielos, del cerca y del junto, finalmente, del Dios omnipotente, personal a íntimo. Por esta razón, puede extender su maternidad a los moradores de estas tierras y de cuantos a ella acudan con sus miserias, pesares y esperanzas, para dispensar su amor, compasión, auxilio y defensa. Una maternidad que, por disipar temores, llama al compromiso.
Por ser madre Guadalupe es también gestora de la paz. En la narración originaria, cuya más hermosa traducción es obra de Miguel León Portilla, la Virgen construye la armonía entre las personas y los pueblos. En su presencia el indio Juan Diego, “infeliz jornalero”, simple macegual, es dignificado como el predilecto de entre sus hijos y señalado como el único capaz de ayudarle a construir los puentes de reconciliación entre las personas. La Virgen señala como único camino para alcanzar la paz el dignificar a cada persona, nuestros hermanos, empezando por los más pequeños.
Hoy, el mensaje guadalupano no puede pasar inadvertido en medio de la violencia que nos agobia. Haríamos bien en meditarlo sin acomodarnos al sentimiento que de natural provoca pues, en ocasiones, resulta empalagoso, confunde la razón y lastima la fuerza profética de sus palabras.
Confieso mi profunda devoción por la Virgen. A su intercesión debo tantas cosas en mi vida. Por eso, cuando escucho expresiones que rebasan el sentido común y se tornan empalagosas simplemente se me atoran en el cogote. La cursilería no va con la Virgen de Guadalupe. Ella es mucho más que sentimentalismos. No me opongo a las muestras de cariño en manera alguna, pero es imperioso reflexionar en su encargo. Hay que tomarle la palabra a Benedicto XVI cuando visitó México, ¡debemos meterle inteligencia a la fe o se nos desfigura en pietismo!
Guadalupe es fuerte, vigorosa, ajena a la madrecita-alcahueta, acurruca-machos, esconde-problemas. Acudir al Tepeyac, pedir su intercesión y protección, implica estar dispuestos a la batalla cotidiana. Ella es mucha madre y por eso, como a Juan Diego, nos manda proclamar y construir la esperanza de la mano de Jesús.
El Adviento es un buen momento para meditar su mensaje, para releer el Nican Mopohua con otros ojos. No están los tiempos para complacencias edulcoradas, sino para dar testimonio del Dios del cerca y del junto, ahí, donde él nos ponga.
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