Por Mónica Muñoz |
Nuevamente se aproximan las fiestas navideñas. Increíblemente, y como ya estamos acostumbrados, este año se ha pasado como agua. Apenas hace poco estábamos celebrando el comienzo de 2014 y, repentinamente, llega 2015 con sus propios problemas y esperanzas. Y también, como siempre, a lo largo de estos doce meses hemos sido testigos del paso de la gente: personas nacen y personas se van. Es la ley de la vida. Sin embargo, en vez de disponernos a reflexionar sobre la fugacidad de la existencia humana y realizar mejoras en nuestras relaciones, nos esmeramos en dedicar energías y recursos a cuestiones vanas, por ejemplo, en cómo gastaremos lo más pronto que podamos el dinero que tanto esfuerzo nos cuesta ganar.
Simplemente echemos un vistazo a lo ocurrido hace pocas semanas. Por cuarto año consecutivo, el invento de Buen Fin causó sus estragos en los bolsillos de muchas familias. Lo curioso del caso es que, a pesar de que en las tres ocasiones anteriores, muchos se quejaron de que los precios bajos eran un engaño, fue sorprendente la cantidad de incautos que se dejaron embaucar nuevamente por las promesas de las compras a “meses sin intereses”. Creo que no pensaron en que durante todo un año parte de su presupuesto estará amarrado a un compromiso de pago por un objeto que, muy probablemente, no era de urgente necesidad.
Y volvemos al asunto de la reflexión. Estamos por entrar a la mejor época del año, pues para una gran mayoría, la Navidad es la ocasión en la que se reunirá la familia, llegarán los hijos ausentes a los hogares, convivirán los vecinos en armonía, prepararán exquisitos platillos para ser compartidos con los seres queridos. Muchos tienen sentimientos de bondad y generosidad a flor de piel, pensando en que, de todo lo que Dios les ha regalado, pueden destinar una pequeña parte para compartirla con los menos afortunados.
Creo que todo eso está muy bien, lo que no lo es tanto es permitir que nuestros buenos propósitos caduquen el 31 de diciembre. Que los deseos de ser buenas personas sean solamente ocasión de la temporada que inspira a realizar loables acciones, pero que no se prolongan a lo largo del nuevo año. Porque cuando atravesamos el umbral de los primeros días de enero, toda la cordialidad se esfuma junto con el aguinaldo.
Me parece que cada vez que se acerca la temporada navideña, debemos hacer un alto y pensar en lo que Dios nos ha dado mes tras mes, agradeciendo por las personas que han dejado huella en nuestra historia y pidiendo para que los momentos felices no nos impidan sentir empatía por los que atraviesan alguna tristeza, o bien, si somos nosotros los que sufrimos, rogar al Señor su fortaleza para superar la crisis y ver con ojos de fe el porvenir.
Que nos detengamos a analizar qué cosas nos separan de nuestras familias, porque a veces anteponemos lo material a lo espiritual, permitiendo que el egoísmo, el orgullo y la avaricia conduzcan nuestras actitudes, por encima del amor y el respeto. Que lo que nos convierte en seres pensantes, nuestra inteligencia, nos transforme en seres actuantes y sensibles ante las necesidades de los demás.
Es importante hacer un buen examen de conciencia que clarifique nuestra conducta y nos permita caminar por la senda del bien. Hagamos de nuestra vida un auténtico Buen Fin permanente, en el que prevalezca lo trascendente y se desprecie la banalidad. No creamos tener la vida comprada, indudablemente algún día partiremos de este mundo, por eso, tarde o temprano, tendremos que rendir cuentas sobre lo recibido y hecho. Hagamos lo posible por enmendar nuestros errores y procurar vivir rectamente, pues al final, eso será lo único que nos llevaremos a la eternidad.