OCTAVO DÍA | Julián López Amozurrutia |

El sujeto social debe participar en la vida pública. Y los cauces de participación efectiva no pueden darse por supuestos: deben ser creados, afinados, evaluados. Requieren la fatiga de la perseverancia, y superar la tentación del desencanto y la capitulación. Descargar siempre en los otros la responsabilidad y luego quejarse por lo mal que funcionaron las cosas no tiene sentido. El paternalismo que ha cobijado mucho tiempo nuestro sistema social tendrá muy diversas explicaciones como fenómeno, pero al haber hurtado de los ciudadanos la conciencia y la ejecución de su propio papel, ha sido uno de los más dañinos ingredientes de nuestra cultura.

«El bien común es un deber de todos los miembros de la sociedad: ninguno está exento de colaborar, según las propias capacidades, en su consecución y desarrollo. El bien común exige ser servido plenamente, no según visiones reductivas subordinadas a las ventajas que cada uno puede obtener, sino en base a una lógica que asume en toda su amplitud la correlativa responsabilidad. El bien común corresponde a las inclinaciones más elevadas del hombre, pero es un bien arduo de alcanzar, porque exige la capacidad y la búsqueda constante del bien de los demás como si fuese el bien propio» (Compendio de Doctrina Social de la Iglesia, n. 167).

El sujeto social debe esforzarse por ser congruente en su vida. Esta es una de las facetas que más claramente demuestran que la ética, por muy personal que quiera considerársele, implica siempre una dimensión social. El doblez y la simulación en la esfera más individual terminan por repercutir en las fórmulas de convivencia. Apelar a un derecho puramente formal, que ignora en la práctica las costumbres y los valores en ellas implicada, se percibe por lo tanto como una realidad ajena, que no vincula interiormente, sino sólo desde fuera.

En nuestro contexto, ello se ha agravado, por ejemplo, con sistemas burocráticos imposibles, que orillan a la corrupción y a la evasión de las leyes, incluso a personas honestas. Si de entrada se tiene la idea de que la ley se hace para ser violada, y ello lo ratifica en la práctica la impunidad sistemática o la aplicación arbitraria de las leyes, la trabazón de un auténtico tejido social es muy débil. De hecho, la experiencia demuestra que la multiplicación legislativa, más que volver operativa la gestión pública, pone en evidencia sus carencias e imperfecciones.

Pero a esto se añade la tremenda constatación de una «cultura de la trampa», que se extiende a todos los niveles. Hace poco veía a un pintor muy afanoso en las partes más perceptibles de una edificación, pero que a todas luces descuidó su trabajo en un espacio poco visible. El cuidar lo que se ve y descuidar lo que no se ve, y por lo tanto la falta de integridad, establece nuestra convivencia en el nivel de las fachadas y las apariencias. Tarde o temprano nos damos cuenta de las consecuencias, que nos enredan en las mismas trampas y dificulta la eficiencia y funcionalidad de las más distintas cuestiones. Hasta lo hemos vuelto una expresión coloquial: «Lo hicimos a la mexicana». Esto es, con un ingenio tramposo, y mal hecho. En la cultura popular han surgido representaciones pintorescas de este modo de proceder. En humor, puede ser gracioso. Pero extendido a lo ordinario, es francamente trágico.

Por si fuera poco, la incorporación a estas inercias de los niños y jóvenes se fortalece con una educación tramposa. Mentir, copiar, robar, fingir, son conductas que se repiten, y lo que a primera impresión y en menor escala parece inofensivo, contiene en realidad una carga letal.

Identificar lo que se opone a la participación y a la congruencia y suscitar personas que se empeñen en cultivarlas y propiciarlas es, a la larga, un enorme servicio a la sociedad.

Publicado en el blog Octavo día de www.eluniversal.com.mx, el 6 de febrero de 2015. Reproducido con autorización del autor.

 

 

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