OCTAVO DÍA | Por Julián López Amozurrutia |
Un hermano sacerdote me ha insistido en que el Papa Francisco tiene a la Iglesia en ejercicios espirituales continuos. Y su provocación alcanza a mucha gente de buena voluntad más allá de los límites visibles de la comunidad creyente. ¡Hay tanta sed de Dios! Una deseo que busca testigos auténticos, atendibles. Dar profundidad a nuestras convicciones, confrontándonos en un discernimiento valiente y confiado en el Señor.
La lectura del Mensaje de Cuaresma de este año del Santo Padre confirma esta percepción. Los contenidos son sencillos y contundentes. Tres puntos, como siguiendo una meditación ignaciana. Y en cada uno de ellos un desafío de conversión.
El marco general es la indiferencia. Dios nunca es indiferente ante el hombre, pero nosotros con frecuencia caemos en la indiferencia, sobre todo cuando las cosas son favorables. «Ocurre que cuando estamos bien y nos sentimos a gusto, nos olvidamos de los demás (algo que Dios Padre no hace jamás), no nos interesan sus problemas, ni sus sufrimientos, ni las injusticias que padecen… Entonces nuestro corazón cae en la indiferencia: yo estoy relativamente bien y a gusto, y me olvido de quienes no están bien. Esta actitud egoísta, de indiferencia, ha alcanzado hoy una dimensión mundial, hasta tal punto que podemos hablar de una globalización de la indiferencia».
El primer punto se inspira en san Pablo: «Si un miembro sufre, todos sufren con él» (1Co 12,26). La cerrazón mortal de la indiferencia se rompe con la caridad de Dios. Ante todo, la que hemos experimentado, al recibir el servicio divino de la salvación. En los sacramentos se nos entrega ese don, y particularmente en la Eucaristía «nos convertimos en lo que recibimos: el cuerpo de Cristo. En él no hay lugar para la indiferencia, que tan a menudo parece tener tanto poder en nuestros corazones. Quien es de Cristo pertenece a un solo cuerpo y en Él no se es indiferente hacia los demás». La conversión de la Iglesia no puede ser otra que la de volver a hacerse comunión con su Señor, reflejando su amor en el servicio fraterno.
El segundo punto se inspira en la dramática pregunta de Dios a Caín: «¿Dónde está tu hermano?» (Gn 4,9). Mirando a la Iglesia en sus comunidades pequeñas, preguntándose si a esa escala conocemos y nos hacemos cargo de los miembros más débiles, pobres y pequeños. Tras considerar la unión que hemos de tener con la Iglesia celeste, recuerda que «la comunión es lo que el amor no puede callar. La Iglesia sigue a Jesucristo por el camino que la lleva a cada hombre… Así podemos ver en nuestro prójimo al hermano y a la hermana por quienes Cristo murió y resucitó. Lo que hemos recibido, lo hemos recibido también para ellos. E igualmente, lo que estos hermanos poseen es un don para la Iglesia y para toda la humanidad». Y concluye: «Cuánto deseo que los lugares en los que se manifiesta la Iglesia, particularmente nuestras parroquias y nuestras comunidades, lleguen a ser islas de misericordia en medio del mar de la indiferencia».
El tercer punto se inspira en la carta de Santiago: «Fortalezcan sus corazones» (St 5,8). Al ver al creyente, reconoce que también como individuo es tentado por la indiferencia. «Estamos saturados de noticias e imágenes tremendas que narran el sufrimiento humano y, al mismo tiempo, sentimos toda nuestra incapacidad para intervenir». Para «no dejarnos absorber por esta espiral de horror y de impotencia», propone el camino de la oración, la caridad y la conversión que reconoce la propia debilidad. «Para superar la indiferencia y nuestras pretensiones de omnipotencia», somos invitados a vivir la Cuaresma «como un camino de formación del corazón Tener un corazón misericordioso no significa tener un corazón débil. Quien desea ser misericordioso necesita un corazón fuerte, firme, cerrado al tentador, pero abierto a Dios. Un corazón que se deje impregnar por el Espíritu y guiar por los caminos del amor que nos llevan a los hermanos y hermanas. En definitiva, un corazón pobre, que conoce sus propias pobrezas y lo da todo por el otro». Imitando el corazón de Cristo «tendremos un corazón fuerte y misericordioso, vigilante y generoso, que no se deje encerrar en sí mismo y no caiga en el vértigo de la globalización de la indiferencia».
Artículo publicado en el blog Octavo Día de eluniversal.com.mx, el 20 de febrero de 2015. Reproducido con autorización del autor.