Por Jorge E. Traslosheros H. |

La noticia llenó de gozo mi corazón. El Papa firmó el decreto para la beatificación del arzobispo Óscar Arnulfo Romero por causa de martirio. Antes, teólogos y cardenales habían votado por unanimidad a favor, según explicara el cardenal Vicenzio Paglia, promotor de la causa.

Quiero compartir la razón de mi esperanza, mi pequeña historia con Romero a quien nunca conocí en persona. Cuando fue asesinado yo era un chamaco lleno de ideales sobre la justicia y con tremendas dudas sobre Dios, la Iglesia y la religión. En más de un sentido me pensaba ateo.

El día de su martirio me encontraba en el pueblo de Juxtlahuaca, corazón de la mixteca alta. Cada que podía me escapaba con mi ahora compadre Carlos a las misiones de los Hermanos Maristas, para dar algún apoyo en su labor social. Al lector le parecerá una obviedad lo que realmente buscaba, pero en aquel tiempo yo no lo entendía. Acabábamos de regresar de varios días en la montaña cuando Pancho, entonces marista y ahora sacerdote, nos dio la noticia.

Yo seguía muy de cerca los acontecimiento de Centroamérica, así como las homilías de Romero hasta sentirlo entrañable. Estudiaba sociología en la UNAM, donde desbordábamos entusiasmo e indignación por la turbulencia social que azotaba a El Salvador. No obstante, tenía un diferendo con mis compañeros. Al parecer, sólo yo tenía oídos para Romero. Después del triunfo sandinista en Nicaragua, se pensaba que la caída del régimen salvadoreño era inminente. El arzobispo les causaba alguna simpatía, acaso lo consideraban “útil a la revolución”, pero le juzgaban limitado por sus creencias religiosas. Me parecía absurda su posición, pero no sabía explicar por qué.

Cuando Pancho nos dio la noticia nos quedamos callados. Los hermanos se dirigieron a la capilla a rezar y yo seguí sus pasos. Mi oración en aquellos tiempos era algo extraña. Me gustaba ir a rezar laudes y vísperas, pero me cuestionaba cómo era posible dirigirme a alguien en quien no creía. Y siempre repetía lo mismo: “Señor, no sé si existes, pero si estás ahí, por favor, escúchame”. Por respuesta encontraba un silencio profundo, consolador. Sólo puedo explicarlo mediante el profeta Elías, quien encontró a Dios en la suave brisa de la montaña. Sólo que, entonces, yo no entendía nada.

Los rezos en la capilla por la muerte de Romero me desconcertaron. En esta ocasión había algo más en aquel silencio. ¿Por qué me calaba más hondo? ¿Qué sentido podía tener mi oración?

Ahora comprendo que su martirio operó de inmediato en mi corazón y ayudó a llenar mi cabeza de buenas razones. Mi confianza en que la razón podía encontrar caminos de justicia, empezaba a encontrarse con las razones de una fe que crecía dentro de mí sin darme cuenta, como la semilla crece sin hacer ruido y sin que el labrador se entere.

Tardé todavía un buen tiempo en reconocer mi fe, si bien el Sembrador ya había hecho su labor, de momento. Es verdad y lo confieso con temor reverente. La sangre de los mártires es semilla de cristianos. Dios me dé la gracia de ser digno del fruto sembrado con la Cruz de mi Señor.

Oscar Arnulfo Romero será beatificado en San Salvador próximamente. Su vida resulta inexplicable sin la Iglesia y, ahora, la Iglesia será inexplicable sin Romero quien, junto a muchos en la historia, dio testimonio del humilde carpintero de Nazaret.

jorge.traslosheros@cisav.org
Twitter: @jtraslos

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