Por Antonio Maza Pereda | Red de Comunicadores Católicos |
Ante el dolor que sufre nuestra sociedad por la violencia, vale la pena pensar: ¿Qué puede hacerse para recuperar la paz?
Primero, entender de la misma manera que cosa es la Paz. Porque la paz no es lo mismo que la ausencia de violencia. No es lo mismo que una tranquilidad impuesta por una dictadura, perfecta o imperfecta. Es el resultado del orden en la sociedad, en sus valores trascendentes, en sus prioridades, en sus modos de relacionarse. Es el Respeto al Derecho Ajeno, pero es también más que eso. Es una construcción de la Sociedad toda. Es, según Tomás de Aquino, la tranquilidad en el orden. No cualquier clase de tranquilidad.
Visto de esa manera, en México escasamente hemos conocido una paz auténtica. Hemos tenido etapas de relativa tranquilidad, impuesta por un balance de fuerzas. O, frecuentemente, una censura que hacía que no se supiera de matanzas, desapariciones forzadas ni encarcelamientos injustos. Temas de los que no se hablaba y que se sufrían en silencio. Ahora, el poder ciudadano de hacer presente la verdadera opinión pública y reproducirla rápidamente, hace que la falta de respeto al derecho y al orden, sean dolorosamente visibles.
Ciertamente las reacciones y soluciones no han sido suficientes. No basta con “hablar bien de México”. No bastan los planes de acción ideados e impuestos desde arriba. Ni las soluciones genéricas, que siempre son ciertas, pero que aportan poco. Como decir que la solución es que todos cumplamos los diez mandamientos. O, si prefiere la versión laica, que todos cumplamos las leyes. No basta con crear nuevas leyes, cada vez más severas, ni nuevas comisiones, fiscalías o auditorías sociales, por más que en algo puedan servir. No basta con dar cursos de valores, que terminan siendo cursos de terminología. No bastan los lemas publicitarios.
Hay que pensar, además, en otras soluciones parciales, tal vez de corto plazo, que vayan dando pequeños resultados acumulativamente. Que nos den pequeños triunfos, que mantengan la esperanza y alienten la continuidad. Yo tuve dos oportunidades de conocer ese tipo de pequeñas iniciativas, en un país que me es muy querido, Colombia.
Estuve allá en 1989, cuando se estaba intensificando la guerra entre gobierno, narcos y guerrilla. Estuve allá durante ocho o nueve meses, en temporadas de 10 días cada mes. Recuerdo la angustia, la zozobra de la gente; también sentí y agradeceré toda la vida como se preocupaban por cuidarme. Recuerdo también una iniciativa pequeña, que en parte fue propuesta por el Episcopado colombiano. La campaña tenía un lema: “Por la paz, yo conduzco sin odio”. Reconociendo que todos somos partícipes de alguna violencia, se proponía un tema concreto: evitar el odio hacia otros conductores, ser pacientes, respetar los derechos de peatones y conductores, comportarse sin odio. La campaña nos llevaba a reflexionar que no solo los grandes violentos destruyen la paz; que muchos otros contribuimos en alguna medida a construir la violencia y que a todos nos corresponde contribuir a limitarla.
Del 2008 al 2012 regresé a Colombia a dar cursos y consultoría en la ciudad que fue una de las más violentas de ese país, Medellín. Esta vez estuve unos 70 días, repartidos en esos años. Y el ambiente había cambiado radicalmente. Esa zozobra, esa angustia ya no se vivía. Ya se podía ir sin miedo de la Universidad a mi alojamiento, en la noche, sin ningún problema. La gente ya no hablaba de violencia y matanzas. La tranquilidad estaba de vuelta. ¿Qué pasó?
No fue una única medida salvadora, preciosamente articulada. Fueron muchas medidas policiales, militares, legales, judiciales. El intento de los jueces sin rostro, que no funcionó; los juicios orales, y muchas cosas más. En particular me impresiona un tema. Medellín fue en los ochentas y noventas el semillero de sicarios. Jóvenes sin esperanzas, tristes y violentos. Para ellos se crearon clubes deportivos, bibliotecas, actividades culturales. Pero, como un aspecto crucial, se apeló a la presencia de la familia. Los padres y madres que trabajaban fuera de casa, podrían gastar hasta cuatro horas al día solo en transportarse al y del lugar de trabajo. La ciudad construyó un sistema de trasporte masivo que redujo ese tiempo a la tercera parte o menos. Con lo cual, aumentó la presencia de padres y madres con los hijos. Un pequeño paso, pero muy efectivo: la mera cercanía con los padres hizo que muchos no se descarriaran.
Seguramente no podemos meramente copiar medidas como esas; hay condiciones muy diferentes. Hay que encontrar los fundamentos y diseñar nuestras propias soluciones parciales, en gran cantidad y con mucha constancia. Principios como evitar el odio en temas menores, como atender a los jóvenes, como asegurar la presencia y cercanía de las familias y seguramente muchos más.
Nos tomó mucho tiempo llegar a este clima de violencia. No podemos esperar soluciones rápidas ni simples. Necesitamos paciencia, sabiduría y constancia, cualidades que no son precisamente abundantes en nuestra sociedad. Pero se puede llegar a tener una paz verdadera.