Por Julián López Amozurrutia |

«Hay que reconstruir el tejido social». La frase es más o menos recurrente. Y ciertamente me parece que es necesario suscribirla. Un tejido, se dice, que se ha fracturado ante la pérdida de valores. También es verdad otra perspectiva: de modo lento, pero hemos ido avanzando en el camino de la participación ciudadana. A México le urge engrosar y fortalecer las filas de la sociedad civil, para no permitir que los detectores fácticos del poder sigan con impunidad en la búsqueda de sus propios beneficios.

Pudiera parecer que ambos planteamientos son contradictorios. Al fin, ¿hay o no hay cohesión social? Considerando el cambio de época que vivimos, me parece que ambas condiciones son reales. Los principios que han mantenido unida a la sociedad han cambiado. En muchos casos, lamentablemente, perdiendo un patrimonio riquísimo de experiencia humana. Pero la inercia de nuestras tradiciones también había venido cargando con lastres que el nuevo estado de cosas exige superar. La característica irresponsabilidad social, que ha descargado en los caciques y caudillos la conducción de los tiempos serenos y de los tiempos revolucionarios, cada vez es menos tolerada, aunque no se ha logrado extinguir y amenaza con reinstalarse ante muchas frustraciones acumuladas. Con todo, se puede reconocer un avance cultural. Con creciente insistencia, y aun superando la evidente falta de liderazgos convincentes, la colectividad encuentra cauces para manifestarse y organizarse.

El momento presente, entonces, en verdad se juega su futuro en el nivel de fortaleza que se logre dar a la interacción de todos los ciudadanos. Los golpes, sin embargo, que se han venido dando a la familia, a la amistad, a la confianza, a la valoración y respeto de leyes e instituciones, nos dejan con gran fragilidad ante la dictadura del individualismo, el relativismo y el hedonismo.

Es verdad que urge trabajar en el ser sociedad. Ello implica las formas de convivencia, los símbolos de identidad y pertenencia, los valores compartidos, los cauces institucionales de organización, las variadísimas cuestiones implicadas en el «bien común». Pero sería inútil concentrar los esfuerzos en los elementos exteriores, si no se focalizara la atención en el protagonista efectivo de la cultura que es la persona humana, cada persona humana. No hay tejido social consistente si no existe a la vez el «sujeto social»; es decir, la misma persona que cultiva su propia realidad en la perspectiva del mundo compartido, de la imprescindible vinculación con los demás para realizarse, del fecundo intercambio que suponen las diferencias.

Es por ello que la catástrofe educativa en la que seguimos instalados es uno de los principales obstáculos para crecer como sociedad. La educación es el camino con el que cuenta la cultura para comunicarse a las nuevas generaciones y para abrirse a nuevas posibilidades, y ello incluye el aprendizaje de la convivencia y la responsabilidad común.

«Efectivamente, nadie se crea a sí mismo y a partir del propio nacimiento se necesita reconocer que todo nos ha sido dado y que requerimos de los demás para subsistir y desarrollarnos. Más aún, sólo se podrá alcanzar una realización auténticamente humana en la medida en que se entra en una dinámica de interacción interpersonal basada en el recibir con agradecimiento todos los dones -incluido el de nuestro propio ser-; en el dar con generosidad descubriendo la grandeza del amor, y en el desarrollarse como fruto paulatino que realiza nuestras aspiraciones más hondas» (CEM, Educar para una nueva sociedad, n.42).

¿Cuáles son los aspectos fundamentales para permitir que el «sujeto social» emerja? ¿Qué desafíos peculiares le plantea nuestra propia historia en general y nuestro contexto contemporáneo en particular? Estamos a tiempo de actuar.

Por favor, síguenos y comparte: