Por Felipe Monroy, Director de Vida Nueva México |

Pocas festividades hay en México tan vibrantes o apoteósicas como la del 2 de febrero en Xochimilco. En el día de la Purificación de María, día de la Candelaria, el Niño Jesús ‘Niñopa’, rey de los barrios lacustres que sobreviven en la capital, es el sol donde gira todo un universo de fe, tan ancestral como su nombre y tan perenne como la esperanza de las generaciones que aún no nacen.

Detrás del fervor, más de 400 años de historia cuyos ecos devocionales han construido un pueblo; y en las riberas de la imaginación, las décadas que habrán de pasar para que aquellos que ahora inscriban su nombre en el magnífico almanaque de mayordomos puedan recibir al Niñopa.

Periferias

Pero en El Paraíso, en la periferia de todo este esplendor, la vida es algo más breve y las familias deben ver morir a sus futuras generaciones apenas a los meses, o días, de haber nacido. “En el mismo día encontré cinco bebés muertos en la misma comunidad, hijos de familias en la miseria. Cuatro de estos bebés salieron muertos del hospital de Xochimilco”, escribe el sacerdote local, Adrián Huerta Mora en una misiva que envió al arzobispo de México para que favoreciera el diálogo con las autoridades de la ciudad de México y se emprendiera una campaña de atención integral. Algo que inmediatamente sucedió.

Sin embargo, la oportuna denuncia del sacerdote no logró salvar la vida a Ingrid Itzel de ocho meses ni a su primo, que fallecieron apenas unas horas más tarde del Día de Reyes. Para Huerta Mora no hay otra manera de decirlo: “murieron de pobreza”.

Entre los improvisados senderos de una reserva natural protegida se yerguen los precarios jacales, los techos de láminas, pedecería y metal herrumbrado que hacen de paredes, suciedad, despojos y enfermedad acumulados en cada rincón. Son cientos de personas cuyas vidas duran menos que una vela encendida, se extinguen en el silencio del abandono y de la indiferencia.

Ni el gobierno, ni los programas sociales, ni las organizaciones no gubernamentales ponían su mirada en esa porción de miseria paradójicamente llamado El Paraíso. Solo la caridad parroquial podía alcanzar alimento, cobijo, medicamentos y demás enseres para hacer ligeramente menos martirial la vida en la barriada. Pero, la indignación no la cubre solo la Iglesia.

Por eso el párroco hizo el reclamo sin anestesia, sin eufemismos, ni miramientos de la sensibilidad politiquera a la que malamente llaman diplomacia en el mundo o prudencia pastoral en la Iglesia. El párroco simplemente no soportó la idea de seguir auxiliando este drama hasta el sacrificio mientras continuaba enterrando cadáveres de vidas tan cortas. La gestión funcionó y, por lo pronto, algunas autoridades, algo más de voluntarios y gente comprometida comenzaron a auxiliar a la población. Para el título de esa historia, escribí en la revista: “Al amparo de El Paraíso”. La ambigüedad fue premeditada: un párroco que sale a cuidar a sus fieles más necesitados pero que, además, solo a través de lo buenamente promovido por la devoción popular en Xochimilco, de lo místico y trascendente, es que se tienen recursos para la obra de caridad. Algo digno de reflexionar en este día que Xochimilco se viste de todas las galas necesarias, cuando parece que solo el humo de esas otras candelas apagadas enturbia el clima de fiesta y de efusividad.

Conocemos a este párroco desde tiempo atrás, sabemos de su buen hacer en comunidad, su responsabilidad con sus superiores y su sacrificio entre el pueblo que pastorea; llegó a este pueblo icónico mexicano, a esta barriada ancestral que tiene más fiestas patronales que días del año. Todo. Lo social, lo económico y lo político en toda la demarcación es congregado por la expresión religiosa. Hay un orgullo y una responsabilidad por pertenecer al pueblo que es ‘Campo de Flores’. Pero la abundancia no llega a todos, aún peor, ni siquiera la justicia. La muerte de bebés por pobreza y desatención social en la localidad cuestiona el modelo y conmueve al sacerdote. Profundiza su misión, sale a su encuentro, contempla las condiciones paupérrimas de las familias y atiende sus necesidades. Es un sacerdote con y para los pobres pero no va solo, con él van los frutos de la religiosidad popular. Este 2 de febrero, el día del Niñopa, abundan los cohetes al cielo y, mientras, alguien obra por paz en la tierra.

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