Por Tomás De Híjar Ornelas, Pbro.

“La misión del arquitecto es ayudar a las personas a entender cómo hacer la vida más bella, hacer un mundo mejor para vivir y darle una justificación y un sentido a la vida”. Frank Lloyd Wright

Siguiendo siempre a Jordi Gussingyer, abordamos ahora el caso de las urbanizaciones mesoamericanas y sus dos modelos de ciudades, la que aquí denominamos ‘dispersas’ –o al modo olmeca–, y la compacta o del altiplano, que inspirará, luego de la caída de Tenochtitlan en 1521, los centenares de pueblos de indios que se irán estableciendo en los años subsecuentes en la Nueva España con un elemento tan propio como el calpulli o barrio (eso quiere decir esa palabra en náhuatl), unidad social cuyos integrantes formaban una comunidad a cambio de desempeñar en ella las funciones más diversas pero complementarias gracias al eslabonamiento de linajes vinculado por un antepasado común –una suerte de dios tribal–, sin mengua de que varios calpullis pudieran fusionarse en un mismo barrio especializado en alguno de los oficios del ingenio humano, según lo acabamos de insinuar, al modo que en la cristiandad europea se consolidaron los gremios, sirviéndoles de emblema corporativo el uso de una iglesia, capilla o al menos retablo, dedicado a su santo tutelar.

En su fase de madurez y de plenitud el centralismo urbano mesoamericano tuvo como pivote el centro ceremonial mayor, “una amplia plaza, en la que se levantan las estructuras cívico religiosas” –dice nuestro autor–, y cercándolo, las viviendas del pueblo. Y cita luego la Relación de Alonso de Zorita: “En todos los pueblos de aquella tierra, en lo mejor del lugar, hacían un gran patio cuadrado, cerca de un tiro de ballesta de esquina a esquina, en los grandes pueblos y cabeceras de provincias; y en los medianos, de un tiro de arco y en los menores era menor el patio y que estos patios los cercaban de pared, dejando sus puertas a las calles y caminos principales” (1566).

Sabemos que la casa habitación tipo constaba de viviendas unifamiliares o extensas a base de estructuras de contenido más o menos compacto, no pocas veces en torno a la milpa aunque rara vez formando calles. Un caso excepcional fue Cholula, ciudad hasta de cincuenta o sesenta mil casas muy apeñuscadas y juntas, lo cual explica en parte el drama de la matanza que en ella tuvo lugar en 1519.

Nos consta que Teotihuacán contaba con viviendas unifamiliares alrededor de numerosos patios separadas por callejones estrechos; también, que la gente menuda vivía apiñada “en el interior de extensas e insalubres unidades multifamiliares de expansión horizontal”. Por otro lado, que en Tenochtitlan se conservaron la anchura y trazo recto de muchas de calles luego de que pasó a convertirse en la capital del virreinato de la Nueva España.

Destacamos, finalmente, que en una etapa donde los enfrentamientos llevaban el campo de batalla incluso a las urbanizaciones, el centro ceremonial mesoamericano se convirtió muchas veces en ciudadela y en tiempos de paz en espejo de civilidad y decoro, según recuerda Fray Toribio de Benavente a propósito de la gran capital de los mexicas, de cuyos espacios públicos dice estaban tan limpios que eran de admirarse, no menos que sus sistemas de letrinas y de recolección de desechos, materia prima para abonar las chinampas, convertidos en composta.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 28 de mayo de 2023 No. 1455

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