Por Tomás de Híjar Ornelas, Pbro.
“Cuando me examino, saco una pobrísima idea de mí mismo; pero todo cambia cuando me comparo” . Jean Sifrein Maury
El eco que tendrán las urbanizaciones amerindias establecidas en el macizo continental americano –o Mesoamérica– a partir de 1521, a impulsos o bajo el aliento de los expedicionarios europeos (‘españoles’, con propiedad, a partir de ese año), para ellos tendrá como premisa abrir caminos y establecer puertos que faciliten el tránsito regular de mercaderías del Nuevo al Viejo Mundo y viceversa.
Empero, para los misioneros de esa procedencia, aprovechar los caminos y hasta las veredas como rutas de peregrinación –que eso, al final de cuentas eran los centros ceremoniales para las culturas que a cambio del control de un territorio buscaban allí una explicación colectiva y el amparo y el favor de la divinidad–, será un matiz gracias al cual lo sagrado prevalecerá sobre lo profano en los pueblos de indios.
Respecto a lo apenas sugerido, Jordi Gussinyer, en su estudio ‘Arquitectura paleocristiana de Mesoamérica’ se vale de los datos hasta hoy ofrecidos por arqueólogos en los ámbitos social y arquitectónico de nuestros centros ceremoniales, para reconocerlos como “áreas de intención concéntrica en torno del centro ceremonial administrativo” (eso lo dice citando a Novoa), que gira alrededor de un espacio central desde el que es visible “una gran densidad de arquitectura monumental” que incluye “las residencias de la elite, las estructuras religiosas, lúdico religiosas y civiles, de utilidad pública”.
En otras palabras, si para los expedicionarios la Plaza Mayor era el espacio público por excelencia de la casa común –la ciudad–, para los pueblos amerindios el atrio cementerio, como espacio sagrado y lugar de enterramiento de los difuntos, fue el hábitat de convergencia entre el inframundo sobre el cual no se impuso la ‘plaza’ (o lo profano) respecto a lo ‘sagrado’.
Según las cuentas de Gussinyer, será a partir del Posclásico cuando por acá se separan “los dos destinos. Incluso el área sagrada reafirma su función e independencia, separándolo con un muro del mundo profano exterior”, dato que si lo tomamos en serio será básico para erigir de forma natural a las nuevas urbanizaciones, especialmente las que se abran y consoliden con los indios conquistadores, que en número copiosísimo irán echando sus reales y el en el occidente novohispano –o neogallego– desde 1530.
El centro ceremonial, “[e]spacio con escasa densidad demográfica permanente, pero con numerosa población flotante” nunca se apartará totalmente del que fue la cúspide de ellos por acá, el de Tenochtitlan, que concentra en la zona sacra lo mejor de sus monumentos y en la profana espacios donde la gente pueda pasar la vida con relativa calidad pero sin mayores pretensiones.
Ateniéndonos a estos datos, ha de quedarnos claro que la concurrencia a los lugares de culto público en Mesoamérica compartían motivaciones muy parecidas a las que el domingo empujaban a los cristianos a saturar con mercaderías sus plazas, pero que a diferencia de ellas lo que prevalecía entre los amerindios era menos la ganancia que la necesidad de coincidir con los demás como parte de un todo, cualidad que adquiría sus rasgos y connotaciones propias justamente en la monumentalidad del centro ceremonial, en el adorno de los templos, en la parafernalia de los ritos en el reconocimiento de los ciclos, en el restañamiento de las heridas colectivas, y todo ello gracias al favor divino y al amparo de los dioses tutelares de la comunidad.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 26 de marzo de 2023 No. 1446