Por Tomás de Híjar Ornelas, Pbro.

“…así, aunque el cristianismo aparezca dominado por la nostalgia del paraíso, sólo los místicos logran parcialmente la restauración paradisíaca: amistad con los animales,

ascensión al cielo y encuentro con Dios. La misma situación se da en las religiones arcaicas” Mircea Eliade

Para quienes siguen atrapados por la red tejida hace 150 en el telar de los ideólogos del liberalismo mexicano y pasada a letras de molde en la abultada obra ‘México a través de los siglos’, es una verdad de Pero Grullo reducir la debacle de Mesoamérica y la extinción de las culturas amerindias al arribo de los expedicionarios europeos a las costas de Tabasco en 1519 y a la toma de Tenochtitlan dos años después, lance que según ellos convirtió a los sobrevivientes en algo menos que esclavos de los ‘españoles’.

Quienes más allá de la catástrofe de la hegemonía mexica pero libres de la visión edulcorada de los corifeos de la conquista al modo eurocéntrico –revisión que comenzó el autor de la Historia Antigua de México, Francisco Xavier Clavigero, en Bolonia en 1786 (¡!)–, ven el dramático lance como el cincel y el marro con el que se talló la cultura mexicana desde la capital de la Nueva España, consideran el lance como el punto de partida de una extraordinaria simbiosis cultural, la del entorno del lago de Texcoco, tal y como la cantó, a la vuelta de 80 años, la lira del poema épico que en pos de las huellas de La Araucana de Alonso de Ercilla (1569) y de la Sátira de las cosas que pasan en el Perú, de Mateo Rosas de Oquendo (1598), exhibe, en su caso, la zaga del Nuevo Mundo a partir de la descripción de una de las ciudades más espléndidas del orbe en ese momento. Nos referimos, claro está, a La grandeza mexicana, de Bernardo de Balbuena (1604).

Y como en esta columna nos hemos propuesto mostrar las circunstancias que hicieron posible a tal ámbito, el novohispano, convertirse a partir de 1565 en el puente natural de Occidente y Oriente merced a las rutas marítimas de la Carrera de Indias por el Atlántico y la del tornaviaje por la Mar del Sur, comenzamos ahora una breve consideración a los elementos materiales que desde la ojerosa y pintada capital de la república nos permiten recrear su disposición urbana hasta 1521, para darle seguimiento a tal tónica en colaboraciones ulteriores.

Tributaria de su emplazamiento sobre un vaso lacustre, México-Tenochtitlán, siguió las huellas de Teotihuacán respecto a ser una ciudad – estado diseñada y construida a partir de principios políticos, religiosos, militares y funcionales. Ocupó unos 12 km², y en su auge demográfico la habitaron hasta 150 mil habitantes.

De ello derivaron dos consecuencias urbanas de alto impacto para el desarrollo ulterior de las planeaciones de este tipo: la plataforma, sustento sobre el cual debía edificarse toda vivienda común y popular, y el patio como punto de convergencia para las actividades domésticas y artesanales alrededor del cual giraba esa micro comunidad.

Al patio tenían salida todos los vanos, que siempre fueron de acceso, nunca de luz y ventilación: el calli o área de cobijo, el tlecuilli o cocina comedor, el cuetzcomatl o troje, el acamitl o depósito del agua, el teopanzintl o adoratorio, el calmil o huerto y el temazcall o baño de vapor. Para las clases populares se daba el caso de familias emparentadas entre sí que compartían el mismo patio, sobre todo si se dedicaban a la misma actividad laboral.

En cambio, donde la milpa y la parcela justificaban el predominio de chinampas, la vivienda se reducía a lo esencial, es decir, a cuatro horcones hincados en tierra, techo de paja, muros de caña cubiertos con lodo y ausencia de vanos y escaleras.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 11 de junio de 2023 No. 1457

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