Por Tomás de Híjar Ornelas, Pbro.

La mente tiene una gran influencia sobre el cuerpo, y las enfermedades a menudo tienen su origen allí”. Jean Baptiste Molière

Para atender la salud y procurar remedios contra las enfermedades del cuerpo y del espíritu hace 500 años, las culturas mesoamericanas recurrían, por conducto de chamanes y curanderos, lo mismo a encantamientos y psicotrópicos tan ligeros como el tabaco o tan severos como el peyote,

que a terapias quiroprácticas o a la ingesta de sustancias con propiedades medicinales, saber empírico que alcanzó su nivel más alto gracias a curanderos diestros para atender heridos en caso de fracturas o a dar primeros auxilios, vendajes y hasta algunas intervenciones obstétricas a los enfermos. La cosmovisión de estas culturas les ató también al cuidado de las enfermedades desde sus causas naturales que a las que se situaban más allá de este ámbito.

Según el autor de Los mitos del tlacuache, Alfredo López Austin, la cosmovisión común de los mesoamericanos en lo que al análisis y la atención de la salud y las enfermedades respecta incluyó “la división del mundo en pares complementarios (tierra/cielo, frío/caliente, macho/hembra, etc.); el animismo; la visión del cuerpo humano como un microcosmos que refleja el universo; las creaciones cíclicas; un sustrato chamánico” y “la creencia de un universo tripartita conformado por el cielo, la tierra y el inframundo, así como la comunicación de los tres niveles mediante estados de trance obtenidos con la ingestión de alucinógenos” y “la existencia de fuerzas anímicas en el cuerpo humano”.

Con lo apenas dicho ha de quedarnos claro lo exitoso que fue para las urbanizaciones de los pueblos de indios desde la primera mitad del siglo XVI, ya bajo la égida hispana, el atrio – cementerio con su cruz al centro y sus capillas posa haciendo las veces del centro ceremonia prehispánico, y el lugar de culto de la comunidad, el templo, y anexo a él una casa para el cura doctrinero y sus auxiliares y frente a ello el hospital con su capilla, asociándose de ese modo la vida en el tiempo con la del más allá y la salud del alma con la del cuerpo, sazonado todo ello con el ciclo sagrado, que se ajustó al calendario litúrgico de la Iglesia de forma inextricable, ligando a los seres del universo con los de la tierra “a través de un centro (axis mundi) y cuatro puntos cardinales”, de modo que “el chamanismo, el calendario y el árbol del mundo” nunca desaparecieron del todo con el advenimiento del cristianismo y de sus prácticas, a decir de Bernardo Ortiz de Montellano, del que tomamos estos dos últimos entrecomillados y los que siguen.

Digamos, finalmente, algo de “la creencia de las fuerzas anímicas como motor esencial para el funcionamiento de los hombres y [d]el respecto a su peculiar fondo chamánico”, a propósito del singular caso del tonalli o “fuerza anímica relacionada con el Sol y el calor”, que los antiguos situaban en la coronilla y de la “fuerza anímica” derivada del “teyolía” –lo más cercano por acá al concepto del alma de la filosofía occidental–, que reside en el corazón, de modo que su atrofia produce achaques para el cuerpo y pérdida de lucidez y cordura a la mente, máxime que el teyolía “va al ‘más allá’ tras la muerte” y a él se ata el modo de la muerte que alguien tuvo, sazonado todo ello con la sobrenaturalización del calendario, que terminó siendo, dice nuestro autor, un “mecanismo importante de destino/fuerza/tiempo”.

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 9 de octubre de 2022 No. 1422

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