Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro

Pero yo les digo a los que me están escuchando: amen a sus enemigos, hagan el bien a aquellos que los odian, bendigan a los que los maldicen, oren por los que los maltratan”, leemos en san Lucas en el llamado “discurso del llano” (6,17ss), ampliando el panorama del “discurso de la montaña” de san Mateo.

El escenario de san Lucas es distinto, pues escribe a una comunidad más evolucionada: hay ricos prepotentes, grupos antagónicos, explotación de los débiles y persecución a los cristianos. Pero el mandato central del Evangelio permanece: “Amen a sus enemigos”. Un verdadero escándalo, como si Jesús quisiera discípulos pacifistas a ultranza, menospreciadores de la justicia y de la dignidad humana…

Lo cierto es que nadie, absolutamente nadie, se había atrevido a proponer tal cosa: el amor a los enemigos. Ni la ley de Moisés, mucho menos la legislación pagana, habían contemplado proponer el amor hacia los enemigos como conducta social. Al mismo Yahvé se le atribuía la derrota de los enemigos de Israel, pues el amor de Dios era para los justos excluidos los pecadores.

Ahora, el Dios que presenta Jesús, no tiene enemigos. Si alguno lo injuria, lo perdona “pues no sabe lo que hace”. Él nos amó siendo pecadores, antes de cualquier acto de arrepentimiento. Nos vino a buscar como al hijo, la oveja o la moneda perdida. El amor al enemigo es sin adjetivo: trátese de un político, empresario, rico, pobre, vecino, extranjero, de cualquier raza o religión. Dios no tiene enemigos.

Intentos hubo de mitigar el escándalo añadiendo motivaciones: amar al enemigo para evitar otros peores; para que se avergüence de su actitud; para tranquilizar la conciencia; como política pacifista, etcétera. Lo cierto es que Jesús no añade adjetivo alguno. Es absoluto: al enemigo.

Pero también es cierto que jamás la Iglesia interpretó este mandato de Jesús exigiendo al cristiano la pasividad absoluta; nunca le pidió ofrecer el pecho ante el puñal del agresor, ni ver despreciado su honor ante el acusador mentiroso. Por eso el Catecismo enseña: “El amor a sí mismo constituye un principio fundamental de la moralidad. Es, por tanto, legítimo hacer respetar el propio derecho a la vida. El que defiende su vida no es culpable de homicidio, incluso cuando se ve obligado a asestar al agresor un golpe mortal” (n. 2264). La defensa legítima de la propia vida no sólo es lícita sino que constituye un deber, y en la autoridad pública una obligación. Lo que es ilegítimo es usar una fuerza mayor que la necesaria como sería ahora la pena de muerte.

¿Dónde queda el “amor al enemigo”? Procede del corazón de Dios que amó al mundo hasta enviarle a su Hijo; reside en el corazón de Jesús, abierto en la cruz como manantial de gracia y perdón; busca lugar en el corazón del discípulo para que, movido por el Espíritu de Jesús, dé en el mundo testimonio fehaciente de este amor. Por tanto, no es Ley, es Evangelio. A nadie se le puede exigir como deber cívico, norma jurídica o política social. “Esto es posible sólo con una fe total en el indestructible e ilimitado amor de Dios, que nos revela Jesús de Nazaret. En una palabra, no se trata de cumplir con una ley de observancia imposible, sino de vivir a fondo en el reinado de Dios, que se nos ha vuelto cercano en la obra liberadora de Jesús, el Nazareno. Por Él el futuro de Dios se nos ha vuelto presente” (J. Cárdenas Pallares). En este misterio se funden la misericordia divina con la justicia, “tesoro infinito que la Iglesia está llamada a custodiar” nos advertía san Juan Pablo II.

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 9 de octubre de 2022 No. 1422

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