EL INDOCRISTIANISMO DE AYER Y HOY

Por Tomás de Híjar Ornelas, Pbro.

“¿Qué podría ser más sagrado que poseer el poder de nuestros pensamientos verdaderos?” Madeleine Roux

De los tres periodos en los que los arqueólogos dividen los procesos culturales y civilizatorios de Mesoamérica, preclásico (2200 a.C.- 250 d.C.), clásico (250 – 950 d.C.) y posclásico (950 d.C. – 1521), el rango de lugar sagrado por antonomasia lo alcanzó el centro ceremonial de Teotihuacan (o Teohuacan) en el segundo de ellos.

En el tiempo eso tuvo lugar entre los años del 200 al 600 y contamos de él con evidencias tan copiosas como para afirmar que en su género fue uno de los más expresivos de todos los tiempos.

Sensibles a eso, los nahuatlatos mexicas del siglo XIV que lo conocieron ya con 200 años de abandono, teniendo a la vista ruinas tan monumentales como grandiosas le impusieron el topónimo ‘lugar donde los hombres se convierten en dioses’, ‘lugar de los dioses’, ‘ciudad/lugar del sol’ o ‘lugar de los sumos sacerdotes’.

De la relevancia que Teotihuacan alcanzó como centro religioso, político, cultural y económico en dicho lapso tenemos esta numeralia: que la superficie habitada fue de 20 km² y su demografía tal vez hasta de 200 000 habitantes; que a su composición contribuyeron grupos humanos venidos de otros lados bajo el estatus jurídico de migrantes al grado que ni siquiera hoy podemos inferir quienes fueron sus primeros Teotihuacán (como candidatos se presentan en este orden a los totonacos, los nahuas y los pueblos de idioma otomangue, en especial los otomíes), todo lo cual nos hace suponer que Teotihuacán fue una urbe cosmopolita erigida por un rico mosaico de culturas proclives a ello. Sólo de sus diferentes barrios tenemos evidencias hasta de 2000 estructuras rectangulares (¡!).

No tenemos certeza de cual haya sido su organización social (es probable que la de ciudad-estado imperialista); consta, sí, que su influencia cultural, religiosa e ideológica alcanzó rumbos de Mesoamérica de confines, tales como Tikal y Monte Albán.

Su ocaso fue rápido y los motivos de la dispersión y abandono no del todo claros. Lo cierto es que cuando los mexicas pasaron por Teotihuacan –dijimos ya–, el sitio tenía ya 200 años de abandono pero con ruinas de tanta grandeza que le granjearon el título con el que fue bautizada y nosotros la conocemos: ciudad donde habitaban los dioses.

Sus pirámides están diseñadas a partir de taludes interrumpidos por tableros horizontales enmarcados con piedras. La del Sol orientada sl poniente, es la mayor y se edificó 200 años a.C. La Luna, orientada al sur, forma con la primera un eje monumental de trazos geométricos y con clara armonía respecto a los promontorios que la circundan. Su polígono por excelencia, la calzada de los muertos, corre perpendicular al eje de la pirámide del Sol. La de Quetzalcóatl, del siglo III, fue decorada con serpientes emplumadas, del dios de la lluvia y del maíz, de caracoles y conchas marinas.

El otro centro ceremonial paradigmático de este lapso y coordenadas es el de Xochicalco (la Casa de las Flores), en el estado de Morelos.

Consta de una pirámide, que cubrió una loma y alcanza nada menos que 130 metros del terreno; hallamos en ella elementos propios de la arquitectura zapoteca, maya, teotihuacana, de Tula y del Golfo, por lo que se consideramos que al igual del caso anterior, aquí se reunía gente de muchas culturas.

La arquitectura de Xochicalco consta de sobrios volúmenes y se caracteriza por basamentos de suave talud que rematan en una cornisa vertical; también, que los muros exteriores de los templos, tienen una inclinación similar al basamento. De entre ellos destaca en especial el templo de Quetzalcóatl y el juego de pelota.

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 27 de noviembre de 2022 No. 1429

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