Por Arturo Zárate Ruiz

Se habla de conflictos entre la Iglesia y el Estado, como la Guerra de Reforma y la Cristera; una, se dice, para impedir que los religiosos decidiesen sobre asuntos civiles, la otra, porque muchos mexicanos se rebelaron tras el gobierno impedir el culto.

No es mi tarea aquí deslindar que pasó realmente, pero sí precisar algunas ideas sobre este tipo de conflictos:

No sólo en México, también en muchos otros países y épocas se han dado desencuentros entre el “Estado” y la “Iglesia”, por ejemplo, la “querella de las investiduras” que enfrentó a los emperadores alemanes con los papas durante los siglos XI y XII, sobre quién elegía a los prelados y a los obispos; o, para poner un ejemplo del Nuevo Testamento, la ejecución de san Juan Bautista por regañar a Herodes por su adulterio.

Tal vez sea mejor hablar de conflictos entre las autoridades civiles y las religiosas, no entre el Estado y la Iglesia. Ésta siempre es santa por la asistencia del Espíritu Santo; no así sus líderes entre los cuales hay pecadores. De allí que a un católico no le sorprende que haya, en la historia, prelados avaros y aun crueles, más preocupados por el dinero y el poder que por anunciar el Evangelio, lo cual detona (tampoco le sorprende) la reacción de autoridades o incluso grupos civiles para ponerles un alto.

Pero también pecadores lo son muchas autoridades y grupos civiles. De allí que nadie debe asombrarse de que cualquier hombre interesado por la ley y el orden, aun clérigos, les llamen a aquéllos la atención sobre sus fechorías. Es parte de la misión profética de la Iglesia proclamar la justicia.

Esto no les gusta a muchos que detentan el poder político o económico, cuanto más porque la Iglesia Católica es universal, no una institución nacional sujeta a la autoridad civil, como en alguna medida los luteranos a los gobernantes alemanes, los anglicanos al monarca inglés, los ortodoxos rusos al Kremlin; no una institución, entre muchas otras, pulverizada, irrelevante, acomodaticia a los gustos de los feligreses, como miles de sectas que proliferan, por ejemplo, en Estados Unidos. De hecho, sólo la Iglesia irrita particularmente a promotores del aborto allende el Bravo, pues su voz no está sujeta a intereses nacionales, ni a gustos de los feligreses, ni disminuida a la irrelevancia. Por ello, los poderes corruptos mundanos buscan debilitarla, o incluso aplastarla, como propuso Voltaire.

Lo intentan al reclamar, por ejemplo, el nombrar ellos a adeptos como obispos o prelados, cuando ese nombramiento sólo puede ocurrir por sucesión apostólica y fidelidad a Jesús.

En ocasiones la Santa Sede ha aceptado negociar esos nombramientos para evitar cismas y persecuciones contra los fieles, pero también ha sido imposible cualquier acuerdo cuando persiste la perfidia de los caudillos civiles y sus candidatos. Así surgieron muchas “iglesias” nacionales, como las citadas. Calles, además de martirizar católicos, promovió sectas como la Luz del Mundo y la “Iglesia Católica Mexicana”, cuyo “carisma” ha degenerado en el culto a la “Santa Muerte”. Sucesores de Calles repartieron tierras ejidales a protestantes, aun extranjeros, como los menonitas, para desplazar a los católicos.

Otros atentados contra la Iglesia se dan cuando se prohíben sus actividades en público y aun dentro de los templos, cuando se le impide participar en tareas de educación, y cuando se le incautan sus propiedades. Tan injusto es que se le prohíba a usted expresarse en público y que eduque a sus hijos, e injusto que le roben sus posesiones, como injusto que los gobiernos lo hagan contra la Iglesia.

Y, ¡cuidado!, los mundanos pintan estas arbitrariedades como lo correcto, aunque sigan siendo barbaridades. En Australia, por ejemplo, legisladores anticatólicos quieren que los sacerdotes rompan el secreto de confesión dizque para facilitar la persecución de delincuentes. Demuestran así su incompetencia en las investigaciones criminales, pues deben cumplirse sin mellar los derechos humanos, como lo es la libertad religiosa.

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 27 de noviembre de 2022 No. 1429

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