Por Arturo Zárate Ruiz

“Con mis hijos no te metas”, advierten muchos padres de familia opuestos a la ideología de género en las escuelas. No es para menos. En algunos lugares de Canadá obligan a los muchachos a maquillarse y usar falda para que consideren el trasvestismo como opción; en otros de España aun a los pequeñines les enseñan a masturbarse y tener relaciones “gay”; en México es normal repartir condones y anticonceptivos desde temprana edad con la excusa de prevenir los embarazos, los cuales (¡oh!, sorpresa) finalmente se han disparado. Pero, entonces, los políticos les echan la culpa a los papás: dizque no cuidaron éstos a sus hijos.

Los padres con razón se enojan. Esta intromisión del Estado no educa sino corrompe, estorba los esfuerzos de los papás por hacer que sus niños crezcan en la virtud y, entre otros problemas, da al traste con el principio de subsidiaridad. Hablemos de él, tan amenazado.

Con base en éste, la Iglesia propone que si una persona o una pequeña entidad puede hacer bien una tarea no debe una entidad muy grande, como el Estado, usurpar ese esfuerzo. El Estado sólo podría intervenir cuando los individuos o pequeñas comunidades no puedan con la tarea por sí solas. Así, una cosa es que el Estado nos apoye a los papás en la enseñanza de trigonometría, que no dominamos; otra, en este caso los medios de comunicación que centraliza, que presente como realidad de todos los mexicanos la experiencia de algunos capitalinos. En fin, si alguien ya está a cargo de una tarea que puede cumplir bien, no tiene otro por qué entrometerse y ordenarle que lo haga de otra manera. Yo por lo regular cocino, pero cuando mi esposa pela las papas, que ella lo haga. Si me entrometo no sólo merecería sus sartenazos; sería yo además injusto, pues ella es la que hace la tarea.

La amenaza

La amenaza más obvia contra la subsidiaridad es la pretensión de gobiernos centrales incompetentes de encargarse de tareas que ya desempeñan bien los gobiernos locales, por ejemplo, diseñar los edificios de su ciudad.

El hoy Museo de Arte de Tamaulipas lo concibió Mario Pani, uno de los mejores arquitectos de la Ciudad de México, por encargo del gobierno central. Hermoso edificio, pero incluye estacionamientos subterráneos que no se usan todavía porque el predio se inunda, algo que sí sabíamos los locales, pero no él. El federalismo, muy olvidado hoy en México, responde a reconocerle a los gobiernos locales sus competencias genuinas.

Pero por muy locales que sean los gobiernos no deben estorbar tampoco en lo que puede hacer cada ciudadano. Algunos de esos gobiernos para dizque promover el desarrollo económico atraen con favoritismo inversiones foráneas que desplazan a los empresarios regionales, someten a condiciones inhumanas a los trabajadores y se apropian de terrenos y bienes de la comunidad.

Que las llamadas asociaciones civiles frenen las intromisiones de los gobiernos en asuntos ciudadanos no quiere decir tampoco que estas asociaciones no sean a su vez entrometidas. Lo hacen cuando en lugar de representar a los grupos competentes, representan a grupos muchas veces foráneos y aun al servicio de corporaciones internacionales, como ocurre con asociaciones que defienden el aborto y las uniones “gay”.

Nosotros mismos nos convertimos en enemigos de la subsidiaridad cuando cedemos a los gobiernos o a cualquier otra entidad, aun la televisión y las redes, lo que nos corresponde hacer, por ejemplo, al delegar casi de lleno la educación de los hijos al Estado, y al encargarle ahora de lleno a éste el cuidado de los ancianos. En el primer caso, el Estado, por sus limitaciones, no puede enseñar a los niños virtud, lo que le sirve de excusa para repartir condones; en el segundo caso, por sus limitaciones, no puede brindar amor, lo que le sirve de excusa para someter a los viejitos a la eutanasia.

Paradójicamente, somos enemigos de la subsidiaridad cuando nos arrogamos competencias que no son nuestras. Creo que es el caso de los que se oponen a las vacunas COVID, y señalan que el Estado no tiene por qué decirnos cómo cuidarnos. Creo que es como negarnos a que les pongan a nuestros hijos la vacuna contra la polio. Cuando nací, todavía no existía, y muchos contemporáneos míos murieron por ella o quedaron inválidos.

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 30 de enero de 2022 No. 1386

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