Por Arturo Zárate Ruiz

No son nuevos los pecados contra la pureza. De hecho, hace milenios aun destacados personajes bíblicos los cometieron. He allí el rey David. No se dedicó sólo a cantar Las Mañanitas, también a ponerle el cuerno a Urías. Estos pecados son frecuentísimos, tal vez por no aprender a asumir, como humanos que somos, el control de nuestros impulsos más animales, impulsos que bien llevados son buenos (afirman el amor esponsal), pero que si permitimos que ellos nos controlen nos conducen al desastre: tras su adulterio David asesinó al cornudo, el más leal de sus súbditos.

Negar el pecado

Lo nuevo es negar del todo que los pecados de impureza lo sean. Ahora, hasta los aplauden. En cierta medida, ya se hacía así en lo que concierne a los varones. Según el machismo imperante, lo conveniente era que llegásemos con “experiencia” al matrimonio. Pero desde que Freud rebuznó, se les considera reprimidos sexuales no sólo a los varones, también a las mujeres, e inclusive a los niños, si no ceden a los impulsos impuros. Que ya “no hay pretexto” para no darle vuelo a la hilacha por la disponibilidad de los anticonceptivos (los cuales dizque previenen “consecuencias no deseadas”, como los embarazos) y por el acceso al aborto (cuando los anticonceptivos después de todo no previnieron nada).

Se argumenta que los anticonceptivos no tienen por qué asociarse al desenfreno, que más bien sirven a los matrimonios para controlar la natalidad y adquirir, sobre todo en el caso de las mujeres, dominio de sus cuerpos. Pero los anticonceptivos suelen ser más bien abortivos: no permiten la implantación de un óvulo fecundado en el útero. Y suponer que con ellos se domina el cuerpo es como atascarse de comida de dieta para dejar de ser glotón.

En cualquier caso, el disociar los encuentros sexuales de sus posibles consecuencias, la procreación, es un fácil subterfugio, sobre todo de los “muy machos”, para eludir responsabilidades y convertir esos encuentros en el más crudo egoísmo. Entonces el acto carnal no consiste en amar a la otra persona, sino en usarla, como podría usarse también un objeto para satisfacer un apetito sexual. Y excusando no haber compromiso de por medio, se multiplican esos encuentros, uno tras otro, con sinnúmero de otras personas que por gusto o por desilusión ya no creen tampoco en la posibilidad de ningún compromiso.

La cultura dominante

No debe sorprendernos que por ella aumenten sobre manera las mujeres abandonadas, las madres solteras, los abortos, los divorcios, la pornografía, las enfermedades venéreas, la prostitución, los embarazos “no deseados”, las relaciones prematrimoniales para “probar” si la pareja funciona, la exaltación de los goces y relaciones contra natura (“¿por qué no, si la sexualidad ya no tiene que ver con la procreación?”), y aun se acepta cada día más la pederastia (“si el niño lo quiere y le gusta, ¿por qué no?”). Tampoco debe sorprendernos que declinen los matrimonios, el conocimiento real del otro (todo interés se redujo al goce carnal y momentáneo), la población (a punto de ya sufrir el invierno demográfico), las familias y aun la amistad. Donde reina el egoísmo, se cosecha la soledad, lo que es evidente en los países de “avanzada”. En Estados Unidos son mucho más las viviendas de personas solas que aquellas en que habitan familias. Y en Alemania, donde proponen abolir el 6º Mandamiento, varias encuestas registran que una mayoría de los habitantes reconoce el carecer de amigos. En estos países abundan los aburridos que para aplacar el tedio acuden a las drogas.

Los mandamientos no están allí para reprimirnos sino para potenciar nuestra humanidad. El 6º potencia nuestra sexualidad pues la conduce al amor esponsal y la abre a la alegría de una familia, goces que no son pasajeros, es más, goces que nos unen a Dios.

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 21 de agosto de 2022 No. 1415

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