Por Arturo Zárate Ruiz

Hay muchas injusticias, sí, y nos corresponde hacer algo para ponerles fin. Conviene, por supuesto, saber bien de qué se tratan porque ¿cómo ofrecer un remedio si no se conoce la enfermedad? No sea que creyendo combatir gigantes, como don Quijote, nos estrellemos con molinos de viento. Pero aun reconociendo bien el mal, conviene sopesar los remedios generales más comunes: la reforma o la revolución. ¿Cuál debemos abrazar?

Las revoluciones tienen gran atractivo por su aparente radicalidad y carácter fundacional. Suelen ofrecer el romper con el pasado y el empezar un todo nuevo. Y hay que reconocer en ellas cambios importantes del poder de un grupo a otro, y nuevas leyes y aun constituciones que formalizan esos cambios.

Por su radicalidad, las revoluciones son violentas. Si bien la cultural y la sexual no se han manifestado de lleno con guerras, sí lo han hecho con la captura de las plataformas de educación pública, de muchos medios de comunicación y del discurso público, a punto de que quienes cuestionan estas revoluciones o no están de acuerdo son callados y reducidos al ostracismo.

En cualquier caso, no faltan quienes justifican la violencia de servir para poner fin a un mal gravísimo. Dicen entonces que la misma Iglesia ganó su libertad tras Constantino levantarse en armas contra los emperadores romanos que perseguían a los cristianos.

Sin embargo, de nada hubiera servido el levantamiento de Constantino sin un cambio previo de vida en millones de habitantes del imperio romano, de no haber abrazado ellos antes el cristianismo. Hubiera sido una rebelión más sin ninguna consecuencia en la gente, por no haber antes ésta cambiado para bien.

Además, las revoluciones por lo regular suponen la oposición de las clases, de tal modo que una debe someter a la otra para lograr los cambios deseados. Sin embargo, lo correcto es que cada clase cumpla bien su función para el bien de todos, en vez de, por ejemplo, los proletarios arrebatarles las empresas a los empresarios, o los previamente marginados culturalmente arrebatarles la educación a los padres. En fin, en este contexto conflictivo de las revoluciones, cada clase no finca sus propuestas en razones sino en impulsos muy bajos: los gobernantes, la soberbia; los burgueses, la avaricia; los trabajadores, el resentimiento y la venganza; los marginados, el libertinaje y no una genuina libertad.

A diferencia de las revoluciones, una reforma supone no el mero cambio de estructuras de poder (el que cambien los demás, no uno mismo), supone sobre todo un cambio en la forma de vida y en los corazones de cada uno de nosotros según lo manda Dios. Si para muchos mexicanos todavía es válido “el que no transa no avanza”, de nada servirán las revoluciones y los cambios de régimen: de una u otra manera seguiríamos siendo corruptos.

Cambiar nuestros corazones y vidas lleva tiempo y es difícil, pero podemos lograrlo con ayuda de Jesús. En última instancia, una reforma consiste en la conversión y en poner fin a la peor injusticia, el pecado, por ofender éste al Altísimo. No desesperemos. Contamos con su misericordia.

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 7 de agosto de 2022 No. 1413

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