Por Tomás de Híjar Ornelas, Pbro.

“La originalidad consiste en el retorno al origen; así pues, original es aquello que vuelve a la simplicidad de las primeras soluciones”. Antonio Gaudí

En su monografía ‘Arquitectura paleocristiana de Mesoamérica’, que publicó en tres partes entre 1997 y 1999, el académico catalán Jordi Gussinyer, hispanoamericanista supremo, nos ofrece, a propósito de un argumento que en lo sucesivo iremos aquí desarrollando, escamas de la más fina veta a propósito de la urbanizaciones novohispanas y las consecuencias que derivarán de las que también fueron manifestaciones de la primer cultura global de todos los tiempos.

Nos referimos al templo cristiano como la casa común y al atrio cementerio como su punto natural –y sagrado– de convergencia.

Los datos duros son, huelga decirlo, el rango que todavía se adjudicaba a los centros ceremoniales precolombinos en las capitales de los dominios de esas culturas al tiempo de sobrevenir la dominación española, y la ventaja inmensa que ello ofreció cuento se puso en práctica la congregación de indios en pueblos y hubo de trazarse al modo racional renacentista, en cuadrícula o damero los espacios públicos y los de uso particular.

Nos conviene tomar en cuenta que estos elementos urbanos que en lo sucesivo irán tachonando cada uno de los pueblos de indios en la Nueva España –unos 4500 en números redondos– desde la primera mitad del siglo XVI, se definirán por dos modos respecto a su forma de distribuir las áreas públicas desde su arquitectura doméstica, la apiñada y la dispersa. Aquella se distinguía de esta por inclinarse a “conformar espacios de intención ortogonal”; la otra, por adaptar sus viviendas y espacios de comunicación a la topografía de cada sitio, por caprichosa que fuese, y en pos a una distribución espontánea.

Ahora bien, en todos los casos el área ceremonial fue el punto de convivencia civil del pueblo, por muy dispersa que estuviera una comunidad, de modo que no nos extrañe si en Mesoamérica los asentamientos de traza irregular predominaran, sirviéndoles siempre en la compactación de su demografía la ubicación dominante o principal de los centros ceremoniales.

Orillados a condensar las evidencias que tenemos a la vista, podemos señalar que la ausencia de un agrupamiento habitacional ‘ordenado’ fue la moneda corriente en circulación al tiempo del arribo de los expedicionarios peninsulares encabezados por Hernán Cortés a lo que al cabo de pocos meses se reconocerá como la Nueva España, pero que en todos los casos hubo en ellos espacios abiertos en torno a pirámides, canchas para el juego de pelota y, sobre todo, la plaza.

Ahora bien, ¿cómo tomar en serio las propuestas de investigadores con sensibilidad europea, si el “problema de la traza en el urbanismo mesoamericano” se convierte en tal por tomarlo como punto de partida de una comunidad?

Teotihuacán en las tierras altas y Tikal en las bajas ejemplifican dos modelos del Horizonte clásico de lo que aquí hemos insinuado, como para el posclásico lo son la traza de México Tenochtitlan para los mexicas y de Mayapán para los mayas, ejemplos más que elocuentes de compactividad. En contraparte, Tula no se distingue por su compactividad regularizada de sus tierras altas y a Tulum lo podemos colocar como un modelo de “desorden” para la ocupación de sus tierras bajas en eso que Gussinver califica como “congregación dispersa”.

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 5 de marzo de 2023 No. 1443

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