Por Tomás de Híjar Ornelas, Pbro.
“Todos los hombres luchan y no esperan más que la vida eterna en su naturaleza humana. Para esto instituyeron las purgas de las almas y los ritos sagrados, con el fin de adaptarse mejor en su naturaleza a esa vida eterna”. Nicolás de Cusa
Si por ‘dualismo’ entendemos la “creencia religiosa de los pueblos antiguos que consistía en considerar el universo como formado y mantenido por el concurso de dos principios igualmente necesarios y eternos, y por consiguiente independientes uno de otro”, nada extraño tiene que, bajo este influjo, los habitantes de Mesoamérica al tiempo que ese ámbito se incorporó de forma gradual al de la naciente España,
en 1521, se hallará todavía bajo el influjo de una estructura mental que explicaba el origen y la naturaleza del universo merced a la acción “de dos esencias o principios diversos y contrarios”, el uno positivo (la luz, lo masculino, la fuerza, la guerra, el sol), el otro negativo (la oscuridad, lo femenino, el sedentarismo, la paz, la luna).
Si ello es así, no necesita uno especular demasiado a propósito de las dicotomías que impondrá a la cosmovisión amerindia el modelo religión/política – mito/historia a través del ‘Cristo-Sol’, tal y como ya lo perfila la adicción de los sabios de estos pueblos a los cuatro elementos básicos: fuego – tierra – agua – naturaleza, revelados gracias a las manifestaciones de divinidades astrales tales como el sol, las estrellas, las constelaciones y el planeta Venus, representados una y otra vez en su amplio panteón politeísta gracias a esculturas antropomorfas, zoomorfas y antropozoomorfas en las que se echa de ver la evolución gradual de los elementos ideológicos–religiosos durante las etapas que hasta hemos estudiadas bajo las tres categorías esenciales: pre-clásico – clásico – pos-clásico.
Con lo apenas dicho nos queda claro que, si bien las cualidades de los dioses y sus atributos fueron cambiando con el paso de los siglos y el predominio de una cultura sobre otra, por otra esta concepción de la divinidad se hallaba del todo predispuesta para acoger la fe cristiana y sus postulados básicos o símbolo de la fe, comenzando por el mismísimo misterio de la Santísima Trinidad, según la evidencia de divinidades paganas que siendo tres entes cósmicos diferentes a la vez eran solo uno.
Tanto en la religión como en la política, las creencias populares y los comportamientos cotidianos de las culturas mesoamericanas se servían del pensamiento dualista en los términos apenas condensados, el de pensar los contrarios bajo una modalidad única, y ello se echa de ver en la fusión entre los nahuas y los autóctonos, de los que su fruto más preclaro fueron el nagualismo y el juego de pelota.
Hablando aquí sólo del primero podemos describirlo como la capacidad humana para recubrirse bajo una apariencia animal, lo cual implica tener la certeza de que es posible a un ser humano encarnar en un animal o que esto también se alcanza deseándolo, de lo cual deriva afirma que alguien puede ser hombre y animal a la misma vez de forma estrictamente individual y a despecho del totemismo, siendo los nahualli por excelencia el jaguar y el águila, seguidos del perro, el armadillo y el tlacuache. En la iconografía prehispánica, entonces, la representación de un armadillo o de un jaguar, por ejemplo, viene a sea la de un nahualli dios.
Empero, la forma más directa de evidenciar este misterio es la del hombre en su doble representación, la de la criatura antropozoomorfa, o sea, una parte de humano (cabeza y brazos) y lo demás animal (patas, pico, cola), con lo que el nahualismo pasó a ser en Mesoamérica una idea propia para designar la exclusiva relación hombre-animal.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 11 de septiembre de 2022 No. 1418