Por Tomás de Híjar Ornelas, Pbro.

“Dos cosas contribuyen a avanzar: ir más deprisa que los otros o ir por el buen camino.” René Descartes

Habiendo justificado en colaboraciones anteriores la invención reciente (1948) de la nomenclatura ‘Mesoamérica’ para aplicarla buena parte del territorio que hoy es México antes de 1521, se impone aquí situar el ámbito respecto al cual Paul Kirchhoff acuñó para el vocabulario académico un término en el que supo acomodar comunidades y familias lingüísticas de ayer y hoy con un solo propósito: demostrar el vínculo entre la geografía donde vino al mundo y se sigue desarrollando la cultura mexicana y los matices que por ello tiene.

El etnólogo alemán, aclarémoslo, nunca pretendió que su ‘Mesoamérica’ hubiera sido una unidad política tanto como una realidad dinámica de la que sí habría surgido una civilización ‘mesoamericana’.

Sólo que él no pudo atisbar lo que Constantino Reyes Valero se empeñó en desatar con otro neologismo que aquí seguiremos aplicando como ‘civilización indocristiana’, que si bien vino a la vida desde ese crisol jurídico y administrativo que fue la Nueva España, cuyas fronteras duplicaban la superficie de la actual república mexicana y sobre cuyos moradores ejerció una jurisdicción muy amplia, no por eso se privó de dejarse mecer por la visión sagrada de los aborígenes como no ocurrió antes nunca y no sabemos si sucederá después.

Si Kirchoff tuvo el acierto de no ceñir las fronteras de su Mesoamérica a evidencias arqueológicas tanto como a la pervivencia de lenguas, usos y costumbres en los pueblos que siguen habitando las tierras que van del océano Pacífico al oeste y el mar Caribe y el golfo de México al norte y al oriente, y que por el sur abarcan al menos hasta la península de Yucatán, Reyes Valero unce el cristianismo a la visión sagrada de la vida en estas comunidades como el mejor conductor para alcanzar el rango que aquí le estamos dando de ‘civilización indocristiana’.

No podemos olvidar que, en toda la faz de la tierra, y América no tenía qué ser una excepción, contingentes humanos, huyendo de situaciones climáticas hostiles a la conservación de su vida, se echaron al camino en pos del sustento; que quienes fueron pudiendo asegurar su continuidad domesticando la naturaleza pudieron transformar su cultura en civilización valiéndose de la escritura, las leyes y la aritmética.

Que a los primeros los segundo debieron interponerles barreras inexpugnables para no correr la suerte que ellos mismos habrían hecho correr a grupos humanos anteriores, y que la ocupación gradual de planicies, manantiales y pasos de agua, tierras labrantías y cotos de caza dieron lugar al florecimiento de excedentes del cereal básico, el maíz, y sus complementos dietéticos, el frijol y la calabaza, derivando de ello intercambio comercial y tributo, caminos, lugares y tiempos sagrados y en torno a los centros ceremoniales y las fechas para congregarse en ellos, punto de enlace.

Nuestra Mesoamérica, situada entre los paralelos 10° N y 22° N, posee una enorme diversidad topográfica y ecológica, muy accidentada por donde pasan las cadenas montañosas del Cinturón de Fuego del Pacífico pero de planicies calcáreas en la península yucateca.

Cerrar esta colaboración enunciando lo que Kirchoff y sus discípulos dividieron en cinco, seis o siete regiones mesoamericanas de acuerdo con su altitud y topografía: tierras bajas las que están por debajo de 1000 metros sobre el nivel del mar, tierras altas si los exceden y se engastan cordilleras aun cuando tengan valles altos; el altiplano o centro de México, el área maya, la región oaxaqueña, la depresión del río Balsas, el Occidente, el Norte y Centroamérica.

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 1 de mayo de 2022 No. 1399

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