Por Tomás de Híjar Ornelas, Pbro.

“No desprecies el recuerdo del camino recorrido. Ello no retrasa vuestra carrera, sino que la dirige; el que olvida el punto de partida pierde fácilmente la meta.” San Pablo VI

El área maya fue la más amplia de Mesoamérica y quienes se han dedicado a estudiarla dividen su ámbito geográfico en dos, la península de Yucatán al norte y las Tierras Altas al sur.

La primera, además de la península de este nombre, incluye Tabasco, el Petén y Belice, una zona de tierras bajas y clima caliente, golpeada por los huracanes y tormentas tropicales provenientes del Caribe, sobre una plataforma calcárea y apenas elevada hacia el sur, y sin corrientes superficiales de agua pero a cambio de eso cenotes y abundantes ríos subterráneos; la segunda, los altiplanos de Guatemala, Chiapas, el occidente de Honduras y el occidente y centro de El Salvador, en los que abunda alturas de clima templado-frío y lluvias abundantes, en consecuencia, vegetación espesa en las laderas montañosas.

Con los datos hasta ahora reunidos, los arqueólogos señalan que el desarrollo de los mayas proviene de Sudamérica. Nakbé, mil años antes de nuestra era, El Mirador (600 a. C., en Petén) y Takalik Abaj, con ocupación olmeca y luego maya, dan cuenta de urbanizaciones muy avanzadas que luego tendrán también Kaminaljuyú, Quiriguá, Uaxactún pero sobre todo Tikal, la más grande ciudad maya entre los siglos III y VIII d. C. Todo este esplendor se convirtió ruina y abandono, al grado que estas grandes ciudades las absorbió la selva. Ello ocurrió, explican los estudiosos, debido a una mezcla de factores tan graves como guerras internas, desastres ecológicos, cambio climático y migrantes originarios del norte de Mesoamérica.

Lo más granado de la cultura maya se mudó a la península de Yucatán, dejándonos desarrollos tan monumentales y grandiosos como Chichén Itzá, Uxmal, Tulum, Mayapán, Cobá e Izamal, en todos los cuales se repitió el fenómeno apenas descrito: se quedaron vacías ante colapsos que implicaron su abandono y ruina. Y precisamente por eso, los antropólogos han bautizado lo que aquí pasó como ‘colapso maya’, situándolo entre los siglos VIII y IX.

Un gran misterio sin resolver es que tal cosa pasó casi al tiempo de alcanzar la cultura maya un esplendor civilizatorio como no lo hubo antes entre los pueblos originarios del Nuevo Mundo, y que según se amplía la información que de él tenemos, sigue causando admiración y asombro su dominio de la escritura, la aritmética, la astronomía, las artes y los oficios.

Si fueron las sequías, la inercia de la clase dirigente, los toltecas que invadieron Yucatán, la hegemonía de Chichén Itzá y su acaparamiento de las rutas marítimas costeras del comercio del cacao o todo a la vez, lo cierto, reiteramos, es que la civilización maya en el siglo XVI era ya menos que un recuerdo.

En 1697 Martín Urzúa tomó el bastión de Tasayal, en el Petén, la última ciudad-estado independiente que tuvieron los mayas. Con su caída concluyó toda una era.

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 29 de mayo de 2022 No. 1403

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