Por P. Antonio Escobedo c.m.
Hay distintos relatos sobre cómo la comunidad de los discípulos recibió al Espíritu Santo. En los Hechos de los Apóstoles se nos cuenta que estaban reunidos cuando de pronto llegó el Espíritu. En el evangelio de Juan, que leemos este domingo, nos cuenta lo mismo, pero en el contexto de la resurrección: es el mismo Jesús el que regala su Espíritu, el que sopla sobre ellos y los envía.
El término “Pentecostés” empezó a ser utilizado por los judíos que vivían en Alejandría para referirse a la fiesta judía llamada Shavuot (en español, “Fiesta de las Semanas”). Ellos conmemoran los cincuenta días que transcurrieron desde que Dios se apareció a Moisés en el monte Sinaí. El evento es de suma importancia porque celebraban solemnemente la entrega de los mandamientos. El festejo coincide, además, con los primeros días de siega por lo que señala el inicio del tiempo de la cosecha (usualmente entre mayo y junio). Esto recuerda la presencia de Dios quien se preocupa por alimentar a su pueblo.
Con este trasfondo la fiesta de Pentecostés cobra un significado intenso y penetrante porque el Espíritu Santo viene para renovar y enriquecer el sentimiento religioso de los primeros cristianos que todavía tenían muy arraigadas sus tradiciones judías. La Alianza hecha con Moisés cobra un nuevo sentido porque el Espíritu Santo nos recuerda que la ley basada en mandamientos ha sido transformada en la ley del amor de Jesús. La llegada del Espíritu Santo al inicio del tiempo de la cosecha recuerda que se ha renovado el Pacto con Dios de manera que ahora nosotros estamos llamados a dar frutos abundantes y trascendentes.
En el día de Pentecostés, los apóstoles recibieron los dones del Espíritu que les capacitaron para cumplir su misión. Por Él comprendieron el misterio que iban a proclamar. Este Espíritu que resucitó a Jesús es el que ahora despierta, vivifica y resucita a la comunidad y la llena de insospechada valentía para la misión que tiene encomendada. Gracias a esta fuerza, los discípulos lograron predicar en las sinagogas, en la cárcel, junto a los ríos o en las plazas de la ciudad. Tal era su entereza que cuando les echaban de un sitio a golpes se iban a otro y continuaban evangelizando. Casi siempre su predicación era ardua, espinosa y fatigante, pero el vigor del Espíritu les impulsaba a no desfallecer porque había que conquistar a muchos que pertenecían al Padre (cf. Hch 18,10).
También nosotros necesitamos del Espíritu Santo para anunciar a Cristo. La misión no ha terminado. ¿Tenemos derecho a desconfiar o a desanimarnos porque parece que nuestra sociedad está paganizada sin remedio? ¿No estarán destinados a ser pueblo de Dios tantos jóvenes a quienes vemos desconcertados en la vida, o tantas personas que parecen sumergidas en la incertidumbre a la que nos enfrentamos actualmente?
En esta fiesta de Pentecostés, pidamos al Espíritu que abra nuestras puertas y nos regale la paz. Que nos dejemos llevar porque Él sabe a donde nos lleva. Permitamos que su fuego nos abrase, que arda nuestro corazón sin que se calcine.