OCTAVO DÍA | Por Julián López Amozurrutia |
«Interceder, pedir en favor de otro, es, desde Abraham, lo propio de un corazón conforme a la misericordia de Dios» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2635). La última obra de misericordia espiritual que se menciona en la lista tradicional es «rogar a Dios por vivos y difuntos». En cuanto acción de misericordia, mira al prójimo en su necesidad. Como hecho religioso, su referencia a Dios es clara y directa. La centralidad de la oración entre los ejercicios de Cuaresma le otorga también a la intercesión una pertinencia peculiar. Por cierto, de particular urgencia.
La disposición interior es la de tener presente en la mente al hermano. Ya esto es un gesto de delicadeza, pues no se hace de manera accidental o atropellada, sino con una intención. Es una apertura del corazón que busca captar al otro en su realidad, en su condición, en su situación. Lo recrea, por tanto, en su originalidad, procurando despertar el respeto que merece y la solicitud ante su bien. La propia relación con él, entonces, aparece también, aún con sus posibles ambigüedades, y reclama su purificación. Pero lo principal es que, reconociéndolo como sujeto, se plantea el deseo de su felicidad. Espiritualmente reconozco que me incumbe su plenitud, y me involucro con él en el espacio más propio de mi conciencia, descentrándola.
Esta presencia intencional, sin embargo, se cumple en el contexto religioso. Es un traerlo a la mente ante Dios. Y con ello se alcanza también el misterio más profundo de la persona por la que se ora. Por un lado, porque el ámbito en el que la consideramos es el más sublime que puede formular el hombre. Pero también porque con ello se le identifica en la fuente de su dignidad, y se reconoce simultáneamente que su plenitud tiene que ver con Dios. Por imperfecta y balbuciente que sea la plegaria, tiene la virtud de ubicar al prójimo en su talante sagrado.
Dice, a propósito, Romano Guardini: «El creyente debe recordar ante Dios a las personas que ama y le están confiadas. Dios las conoce más profundamente y las ama de forma más pura e intensa que toda otra persona, aunque sea la más allegada, y tiene poder para protegerlas, ayudarlas y bendecirlas. Es hermoso acordarse, en la oración, de las personas queridas, asumir amorosamente sus dificultades personales, sus necesidades y preocupaciones, y presentarlas ante Dios. Es bello sentirse unido con Dios en la solicitud por la persona amada, y pensar que ésta queda con ello protegida. Esto nos tranquilidad y nos da confianza» (Introducción a la vida de oración, Madrid 2001, 93-94).
Y más ampliamente: «Ante este mismo Dios debemos presentar también los grandes problemas de la humanidad: las decisiones de la historia, los problemas del pueblo, las dificultades del momento. Cada uno de nosotros es responsable de toda la comunidad humana. Nuestras posibilidades de intervención activa son generalmente muy limitadas, pero todos podemos llevar en nuestro corazón estas preocupaciones y presentarlas allí donde, en último término, se deciden los destinos humanos» (ibid., 94).
Pero en realidad el planteamiento cristiano llega aún más lejos. «Amen a sus enemigos y rueguen por los que los persiguen», sentencia Jesús (Mt 5,44). Y su mandato lo puso en práctica el mismo, en el momento del suplicio: «Padre -invocó-, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). San Esteban, el primer mártir, haría eco en su propia muerte de esos mismos sentimientos (cf. Hch 7,60). Poner en la mente ante Dios al agresor es el nivel más noble que puede alcanzar la caridad. Es paradójico, difícil y no brota espontáneamente, pero también es la única medicina eficaz contra el resentimiento.
Artículo publicado en el blog Octavo día de eluniversal.com.mx el 20 de marzo de 2015. Reproducido con permiso del autor.