Por Carlos Garfias Merlos, Arzobispo de Acapulco |
La iniciativa de Ley General de Aguas que se promueve en la Cámara de Diputados ha sido objeto de cuestionamientos en el sentido de que se orienta hacia la privatización del agua, que ha llegado a convertirse en un asunto estratégico e, incluso, de seguridad nacional. En la tradición de los pueblos, el agua ha sido siempre un componente esencial de la vida y de los ciclos vitales y está vinculada a la supervivencia y a una vida digna.
La ONU celebra el próximo domingo 22 de marzo el Día Mundial del Agua, como oportunidad para promover la sensibilización y la reflexión sobre los diversos tópicos relacionados con el agua en el Planeta. Esto habla de la importancia que va tomando el tema del agua en el desarrollo de las naciones y en la vida de los pueblos. Un problema grave que se está manifestando en el manejo del agua es el interés en convertirla en una mercancía, sin más, como cualquier otro recurso natural. La mercantilización del agua la haría inaccesible para quienes viven en situaciones de pobreza y de alta vulnerabilidad económica y social.
La Iglesia católica concibe el agua como don de Dios. Es instrumento vital, imprescindible para la supervivencia y, por tanto, un derecho de todos. La utilización del agua y de los servicios a ella vinculados debe estar orientada a satisfacer las necesidades de todos y sobre todo de las personas que viven en la pobreza. Por su propia naturaleza, el agua no puede ser tratada como una simple mercancía y su uso tiene que ser racional y solidario.
Su distribución forma parte, tradicionalmente, de las responsabilidades de los servidores públicos, porque el agua ha sido considerada siempre como un bien público, una característica que debe mantenerse, aun cuando la gestión fuese confiada al sector privado. «El derecho al agua, como todos los derechos del hombre, se basa en la dignidad humana y no en valoraciones de tipo meramente cuantitativo, que consideran el agua sólo como un bien económico. Sin agua, la vida está amenazada. Por tanto, el derecho al agua es un derecho universal e inalienable». (Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 485)
Las legislaciones relacionadas con el agua tienen que acatar esta concepción de la misma como un bien público y como un derecho humano que no puede someterse a las leyes del mercado, sino que tiene que ser administrado por las autoridades de manera que todas las personas y todos los pueblos tengan acceso a ella y a sus beneficios.