Por Fernando Pascual |
En diversos pensadores ha surgido la idea de que la aparición del ser humano ha sido, para el planeta, más un daño que un beneficio.
Basta con hacer una reseña de los desastres ambientales, de la desaparición de algunas especies de seres vivos, de la destrucción de bosques milenarios, de la cementificación en las ciudades, de las guerras e injusticias, para pensar que la idea no es tan descabellada.
Sin embargo, junto a tantos daños, injusticias y desastres, el ser humano encierra algo que le permite no sólo denunciar sus propios males, sino también trabajar por remediarlos.
Precisamente el hecho de que haya quienes piensen que el ser humano es un peligro resulta posible porque ellos (y muchos otros) son capaces de comprender una idea de bien, desearla y proponerla.
Desde luego, no todos tenemos las mismas ideas sobre lo bueno y sobre lo malo. Incluso junto a los que ven a los hombres como un peligro, otros los consideran como el culmen de la creación, o del proceso evolutivo, o de las energías cósmicas.
En el cristianismo, la visión antropológica incluye varias perspectivas que la hacen particularmente rica y articulada. Según esa visión, los hombres y las mujeres del planeta existen desde un acto creador especial, en el que Dios otorga a cada uno un alma espiritual.
Por poseer ese alma, el ser humano está invitado a participar en una vida eterna, a gozar de un destino con Dios, más allá de los pocos o muchos años que caminamos sobre la tierra.
Pero ese hombre maravilloso viene al mundo con una herida profunda, un “pecado original”, que explica sus contradicciones internas y sus acciones dañinas.
En cada uno, ciertamente, residen una inteligencia orientada a buscar la verdad, y una voluntad que anhela el bien. Pero tanto la inteligencia como la voluntad pueden desorientarse, deformarse, incluso ser usadas para la injusticia y tantas formas posibles de mal.
Aquí encontramos la tercera gran verdad del cristianismo: el ser humano, nacido por Amor y herido por el pecado, encuentra ante sí una mano amiga que le ofrece un regalo inmenso: la Redención.
Cristo es el verdadero Médico de tantos males que afligen al planeta, el que puede introducirnos en un mundo de mayor justicia y paz, el que puede ayudarnos a respetar la Creación en sus equilibrios complejos y en sus bellezas maravillosas.
Sólo cuando un ser humano se abre a la acción sanadora de Cristo es posible abrir horizontes de esperanza, también para un ambiente natural que necesita ser protegido de egoísmos despiadados. Entonces nuestra vida temporal mejorará notablemente y nos preparará para el encuentro eterno con el Padre que es “Creador del cielo y de la tierra”…