OCTAVO DÍA | Por Julián López Amozurrutia |

Santa Teresa de Jesús, Doctora de la Iglesia, vio la luz el 28 de marzo de 1515. Los 500 años de su nacimiento han dado pie a una importante celebración a nivel mundial, y han quedado enmarcados en el Año de la Vida Consagrada convocada por el Papa Francisco a 50 años de la Constitución Dogmática Lumen Gentium del Concilio Vaticano II.

El perfil espiritual de esta extraordinaria mujer fue fielmente descrito por el Papa Benedicto XVI: «En primer lugar, santa Teresa propone las virtudes evangélicas como base de toda la vida cristiana y humana: en particular, el desapego de los bienes [desasimiento, lo llama ella] o pobreza evangélica, y esto nos atañe a todos; el amor mutuo como elemento esencial de la vida comunitaria y social; la humildad como amor a la verdad; la determinación como fruto de la audacia cristiana; la esperanza teologal, que describe como sed de agua viva. Sin olvidar las virtudes humanas: afabilidad, veracidad, modestia, amabilidad, alegría cultura».

Otra de sus facetas fundamentales la presenta como mujer de oración. «La santa subraya cuán esencial es la oración; rezar, dice, significa ‘tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama’ (Vida 8,5)… La oración es vida y se desarrolla gradualmente a la vez que crece la vida cristiana». A este respecto, su propia experiencia se convirtió en una gran escuela, de la que hasta la fecha se nutre la Iglesia.

«Otro tema importante para la santa es la centralidad de la humanidad de Cristo. Para Teresa, de hecho, la vida cristiana es relación personal con Jesús, que culmina en la unión con él por gracia, por amor y por imitación». Desde los primeros estadios de su aventura mística hasta los más elevados, la humanidad del Señor fue sin duda clave de su vivencia.

«Un último aspecto esencial de la doctrina teresiana… es la perfección, como aspiración de toda la vida cristiana y meta final de la misma. La santa tiene una idea muy clara de la ‘plenitud’ de Cristo, que el cristiano revive».

Su doctrina espiritual corresponde a una fuerte vivencia personal, y a un compromiso audaz y valiente en la reforma de la Iglesia, en un momento de grandes dificultades. Sus altísimas experiencias místicas nunca la separaron de un arraigado sentido de la realidad. Su determinación personal, su liderazgo, su capacidad de consultar y su franco testimonio le dieron una incuestionable autoridad moral, que ha trascendido los tiempos.

Con razón decía Paulo VI en la celebración en que proclamó a la santa «Doctora de la Iglesia»: «A distancia de cinco siglos, Santa Teresa de Ávila sigue marcando las huellas de su misión espiritual, de la nobleza de su corazón sediento de catolicidad, de su amor despojado de todo apego terreno para entregarse totalmente a la Iglesia. Bien pudo decir, antes de su último suspiro, como resumen de su vida: ‘En fin, soy hija de la Iglesia'».

Entre sus escritos se cuenta una letrilla que llevaba en su breviario al morir, en Alba de Tormes, un texto célebre que la retrata simultáneamente en su fortaleza y delicadeza. Sencillo a la vez y sublime, es un regalo para nuestro cierre de Cuaresma y un homenaje para esta gloria de España:

«Nada te turbe,
nada te espante,
todo se pasa,
Dios no se muda, la paciencia
todo lo alcanza.
Quien a Dios tiene
nada le falta.
Sólo Dios basta».

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