OCTAVO DÍA | Por Julián López Amozurrutia |
Las obras de misericordia no agotan el imperativo de «hacer el bien». La acción cristiana no se reserva sólo al servicio del prójimo en su necesidad. El ser humano es siempre más que su fragilidad o su carencia. Por ello, podemos reconocer en las mismas obras de misericordia propuestas tradicionalmente diversas claves que hunden sus raíces en algo más profundo, y que se extiende de hecho a la estructura misma de la relación humana. En todo caso, se trata de la búsqueda del bien ajeno, considerado globalmente y tomando al hermano en su realidad concreta. Este movimiento se desprende de algo interior: el vínculo que se reconoce con él, que no es otro que el deber del amor mutuo, y que parte del reconocimiento de la dignidad de cada persona, con quien se tiene en común precisamente la condición humana.
En este sentido, la sintonía con el prójimo trasciende la compasión. De alguna manera, lo ha logrado reflejar el moderno concepto de «empatía». Si conviene despertar la afinidad con el prójimo en sus problemas, no menos ha de hacerse con su bienestar. Si existe una razón honesta que genera satisfacción en una persona cercana, vibrar con ella y alegrarse de su suerte debería ser automático. Aunque no parece ser así.
Llama la atención que no circule en el lenguaje cotidiano algún antónimo preciso de la envidia. Ésta se reconoce fácilmente. Su experiencia ampliamente extendida lo confirma. Entendida como «tristeza por el bien ajeno», se esperaría que hubiera un término que expresara lo contrario: alegría por el bien ajeno. No lo hay. Acaso convendría acuñarlo, para tenerlo como referente. Pero más importante sería propiciar el hecho.
Santo Tomás de Aquino ubicaba la envidia como oposición al gozo de la caridad. Como obra de caridad, la alegría por el bien ajeno es un reconocimiento del valor del prójimo en sí mismo y de su orientación a la felicidad, pero más aún es una sintonía con el hermano precisamente por reconocer que su bien me incumbe, y que su realización genera en mí un eco en razón del vínculo humano que nos estrecha. Se trata, pues, de un ejercicio de benevolencia, que permite superar las posiciones egoístas y narcisistas. En última instancia, no es sino una aplicación del amor al prójimo. Desde esta perspectiva, que trasciende las condiciones de competición tantas veces dominante en nuestros ambientes, el bien puede cumplir su condición difusiva, extendiéndose como alegría no sólo para quien lo recibe personalmente, sino por la exultación que genera en los demás. Es un juego en el que todos pueden ganar.
Fomentar esta disposición interior es, en realidad, exquisitamente noble y sensato. Pero no podemos ser ingenuos. La constatación de su ausencia nos deja, más bien, abierto un enorme desafío. En primer lugar, a nivel personal. Pero también en las esferas social y educativa. Las fracturas interiores que nos mueven a identificar a los demás como adversarios y la tendencia a repetir estos moldes reclaman la necesidad de una auténtica conversión. Si la actitud no brota espontánea, requiere atención, dirección y esfuerzo. En la fe creemos que este tipo de compromiso no es eficaz sin una peculiar intervención de lo alto, que no nos exime, sin embargo, de asumir nuestras propias tareas y poner todo lo que esté de nuestra parte para procurarlo.
Una persona capaz de alegrarse del bien ajeno refleja un notable equilibrio psicológico y una razonable autoestima. Una sociedad que favorece que sus miembros valoren los éxitos de los demás es respetuosa y positiva. Una educación que ayuda a que esto se logre es sabia y promotora del ser humano.