Por J. Alfredo Monreal Sotelo, Diócesis de Ciudad Guzmán |

Las palabras “persecución” y “martirio” evocan para muchos de nosotros muerte heroica, sangre, suplicios, catacumbas… La palabra mártir, común a todas las lenguas de los pueblos cristianos, significa originalmente testigo. El mártir atestigua su fe en Jesús como único Señor excluyendo a cualquier otro, incluso si es emperador. El cristiano no corre al encuentro del martirio, aunque a veces haya ocurrido eso; puede huir de la persecución, pero cuando es detenido, da testimonio hasta el fin, siguiendo a Jesús también en su pasión y muerte. El mártir se identifica con Jesús.

Hacia el año 155, para el redactor de la carta que narra el martirio de San Policarpo, discípulo de San Juan, y para los fieles de la Iglesia de Esmirna, mártir y martirio tienen plenamente el actual sentido de testimonio consumado por la muerte. La misma conclusión se saca del texto que las Iglesias de Lyon y Vienne enviaron a las de Asia y Frigia, sobre los mártires del año 177. Asimismo, señalaba San Agustín a sus fieles de Hipona, en el 416, que los mártires sufrieron todo lo que sufrieron por dar testimonio de lo que ellos por sí mismos vieron o de lo que oyeron, toda vez que su testimo- nio no era grato a los hombres contra quienes lo daban. Como testigos de Dios sufrieron. Quiso Dios tener por testigos a los hombres, a fin de que los hombres tengan por testigos a Dios.

El martirio hace profundizar en cual- quier momento histórico en el misterio de Cristo crucificado y de la Cruz: “Escándalo para los judíos, locura para los paganos. Pero, para quien cree, es fuerza, sabiduría de Dios y valor para luchar por el Reino” (1Cor 1,18-31).

En América Latina se vivió, en la segunda mitad del siglo XX, una dimensión de persecución y martirio. La situación denunciada por la Iglesia en Medellín (1968) y en Puebla (1979), así como las posturas asumidas desde la fe, generaron una dinámica de represión por parte de los poderosos hacia quienes tomaron en serio el mensaje de estas asambleas e hicieron suyo el compromiso cristiano. Por eso, el filósofo historiador Enrique Dussel llamó a este momento: “De Medellín a Puebla, una década de sangre y esperanza”. Con la novedad de que esta persecución fue realizada por muchos que se consideraban cristianos.

Los mártires latinoamericanos se cuentan entre los miembros de las comisiones de Derechos Humanos y de la pastoral de la tierra en Brasil; responsables de Cáritas; distribuidores de víveres a los pobres, como el indígena Jerónimo en México; enfermeros (as), como Leonardo Matute en Ocotal, Nicaragua, o Silvia Maribel, en El Salvador; los que protegían refugiados, como Elpidio Cruz, en Honduras; los que trabajaban en refugios o con huérfanos, como las misioneras Jean Donovan, Ita Ford, Maura Clarke, Dorothy Kasel, en El Salvador; los que procuran favorecer la paz y evitar violencias, como Josimo Morae, Ezequiel Ramín, Rudolf Lunkenbein, en Brasil; los que entierran a los muertos, como aconteció varias veces en Guatemala, El Salvador y Bolivia; sacerdotes de varios países y obispos como Óscar Arnulfo Romero.

Además, conviene considerar que Monseñor Romero, el padre Alirio Napoleón Macías, el diácono José Othmaro Cáceres y varios grupos de catequistas en El Salvador y Guatemala fueron muertos dentro de templos y muchas veces durante una celebración religiosa. Aquí se pueden incluir los mártires de Acteal, Chiapas.

La sangre derramada por los mártires es convocadora y es semilla de nuevos cristianos, como decía Tertuliano. El pueblo de Aguilares, en El Salvador, repetía: “Nuestro mártir, padre Rutilio Grande, no es sólo para ser recordado, sino para ser actualizado. Debemos continuar lo que él ha comenzado. En vez de un solo Rutilio, vamos a tener 10, 20, 100 Rutilios”. Ante la noticia de la muerte del padre Rutilio, el padre Arrupe expresó en Roma días después: “Me parece una señal clara del Señor (le había precedido en corto plazo el padre Joáo Bosco P. Burnier), han sido hombres de cualidades humanas normales, de vida oculta, casi desconocidos, que vivían en pueblos pequeños, dedicados por completo al servicio diario de los pobres y de los que sufren. Por lo tanto son testimonios individuales e indudables de servicio a la fe y de promoción de la justicia”.

Un ministro de la Palabra en El Salvador decía: “mataron a mi hermano por el único delito de ser cristiano. Eso nos dio fuerza para continuar. Si él no hubiera muerto quizá nosotros no hubiéramos descubierto ni comprendido el pecado tan horrendo de la injusticia”.

Los mártires de Latinoamérica han sido gentes de compasión y misericordia. Aquí, el martirio ha sido consecuencia de un gran amor a los pobres, a los que sufren injusticia, opresión, represión y muerte. Los mártires no han dado su vida para conseguir algo para ellos (poder, riqueza) sino para que las mayorías tengan vida. Por eso son en sí mismos profecía contra la injusticia y utopía de vida.

Desde la perspectiva de valorar el testimonio de los mártires, Pedro Casaldáliga, obispo de S. Félix, Brasil, alentaba a sus hermanos claretianos de Formosa, Argentina a recuperar la memoria de los mártires, de los muer- tos, de los desaparecidos. Les indicaba: por el amor de Dios, no se olviden de nuestros mártires.

Publicado en El Puente No. 146, abril 2015

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