Por Juan GAITÁN |

El «Rostro de Dios» es una imagen bíblica muy interesante. ¿A quién no le gustaría mirarlo? Muchas personas podrían considerar esto como la meta de su vida. El Salmo 27(26), que trata sobre la confianza de quien está con Dios, canta: «Dice de ti mi corazón: “Busca su rostro.” Sí, Yahveh, tu rostro busco.»

El evangelio de Juan, por su parte, presenta a Jesús como el Rostro de Dios: quien lo ve a Él, ve al Padre; pero ningún texto del Nuevo Testamento registra una descripción de cómo era el rostro de Jesucristo, más bien se nos refiere a través de una serie de relatos. No tenemos una pintura o escultura que nos lo indique.

Como el algunas culturas prehispánicas, en el lenguaje bíblico el «rostro» comprende todo cuanto cada quien es, se refiere a su personalidad, a su forma de ser y actuar, a su identidad.

Al encuentro del Rostro de Dios

Así pues, en la práctica pastoral es frecuente preguntarse: ¿cómo mostrar a los demás el Rostro de Dios?, ¿cómo conducir hacia su encuentro?

Uno pensaría que para responderse esto habría que considerar una figura que transmita del mejor modo posible cierta perfección, algo imponente y majestuoso, casi intimidante, inalcanzable.

Sin embargo, a través de la experiencia, en la Pastoral –sobre todo con jóvenes– resulta que el lugar de encuentro en el que se percibe el Rostro de Dios con mayor claridad, es junto al pobre, al anciano, al enfermo y débil.

El cristianismo está lleno de paradojas ante las que hay que estar siempre atentos. Dios que todo lo puede, creador de lo visible e invisible, de quien depende nuestra vida, se muestra a sus hijos a través del rostro de los más vulnerables. Lo más humano es lo más divino.

Las paradojas del cristianismo

Siguiendo esta lógica, es posible abrir los ojos frente a los abundantes mensajes «contra-culturales» del Evangelio: la pobreza como valor, el desprendimiento como requisito para entrar al Reino, los niños como ejemplo, vivir para el otro, ¡felices los que lloran!

Estos mensajes contrarios a las aspiraciones del «mundo» y sus estructuras, son siempre criterio para discernir el propio caminar como cristianos. Dios nos dice, como al salmista, busca mi Rostro. Nosotros, para responderle, podemos errar la búsqueda si no logramos mirar estas paradojas.

Cuando alguien nos dice: háblame de tu Dios, cuéntame de tu religión, podemos iniciar la nuestro relato conduciendo hacia el abandonado, hacia el huérfano, hacia el hambriento y el desnudo. Ahí, más que en la majestuosidad, se puede responder: «Sí, Yahvé, tu rostro busco.»

 

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