OCTAVO DÍA | Por Julián LÓPEZ AMOZURRUTIA |

El desbordamiento del bien en el trato se llama cortesía. No consiste tanto en reglas -aunque ciertamente no están de más-, sino en actitudes. Y de nuevo, su base se encuentra en el reconocimiento del otro como alguien valioso, que merece por su dignidad ser respetado y apreciado. La relación que tenemos con él, aunque sea la más pasajera, es en cierta medida un acontecimiento. La valía humana se pone en juego en él, y por lo tanto no es nunca algo indiferente.

Algunos se imaginan que la cortesía desaparece con la familiaridad. Cuando estamos acostumbrados a la cercanía de una persona y nos sentimos en confianza con ella, podríamos ya descuidar los gestos de atención e incluso permitirnos ciertos descuidos y groserías. Nada más ajeno de la realidad. Precisamente porque en lo cotidiano se manifiestan los auténticos valores, y porque la gente que más nos conoce tiene más elementos para afectarnos, con ellos se reclama una particular vigilancia de delicadezas y atenciones.

Hace unos días vi dos episodios contrastantes. En el transporte público iba una pareja de novios. Claro, el círculo de su cercanía suponía ciertos «permisos» tácitos. La relación, sin embargo, dejaba ver una dosis de violencia contenida, que poco a poco fue emergiendo. Un pequeño insulto se convirtió en un golpe. Terminó en arañazos y tremendas agresiones verbales. Un cerco en torno a ellos creado por su mismo encerramiento bloqueaba el acceso a cualquier intruso. Se reían, aunque la joven tenía también los ojos inyectados de algo que parecía llanto. No pude evitar pensar en cuántas experiencias de abuso doméstico estaba detrás de aquellas aparentes travesuras. Y cómo la cadena destructiva continuaba su línea, impertérrita.

La otra escena ocurrió en la calle. Dos ancianos caminaban. De esos a los que la interacción por décadas les ha contagiado mutuamente las expresiones, hasta el punto de parecer más hermanos que esposos. Habían salido de la tienda y llevaban unas bolsas. Su paso era lento. En un momento dado, él le quitó la bolsa a la señora, cargando solo los paquetes. Liberó su mano derecha, y con ella tomó del brazo a su mujer, con un abrazo ligero. Siguieron en el andador, sin pronunciar palabra. Hablar no era necesario.

Más allá de los núcleos sociales cotidianos, están también los más casuales. A veces en ellos se refleja con más nitidez otro equívoco de la cortesía. Instintivamente, se tiende a tratar con deferencia a quienes consideramos por algún motivo dignos de particular respeto, y se es grosero con quien conforme a la visión del mundo vale menos. Podemos afirmar muchas veces que todos los seres humanos tenemos un valor infinito, pero lo contradecimos precisamente con la manera de relacionarnos con ellos. La carta de Santiago ha puesto un ejemplo paradigmático.

«Supongamos que cuando están reunidos, entra un hombre con un anillo de oro y vestido elegantemente, y al mismo tiempo, entra otro pobremente vestido. Si ustedes se fijan en el que está muy bien vestido y le dicen: ‘Siéntate aquí, en el lugar de honor’, y al pobre le dicen: ‘Quédate allí, de pie’, o bien: ‘Siéntate a mis pies’, ¿no están haciendo acaso distinciones entre ustedes y actuando como jueces malintencionados?» (St 2,3-4).

Casos semejantes abundan. El asunto por el que valoramos o despreciamos al prójimo puede variar, pero de cualquier modo el problema está en que no lo estamos reconociendo por su dignidad constitutiva, sino por algo accesorio.

La cortesía irrestricta, que también se aprende y se cultiva, es un ejercicio sutil pero eficaz para promover los derechos humanos. No es lo único, ni por sí mismo garantiza su autentico sentido. Pero sin duda es una disposición que hace más llevadera la carga de las dificultades y más hermoso nuestro paso por la vida.

Artículo publicado en el blog Octavo Día de eluniversal.com.mx, el 5 de junio de 2015; reproducido con permiso del autor

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