Por Mónica MUÑOZ |

«Así como me ves, puedo sentarme a comer con el presidente o con la gente más pobre, lo mismo visto camisa de oro que camisa de paja», fue el comentario de una persona que presumía de humilde y filántropa. Todo suena muy bien, sin embargo, lo que podía tener de meritorio, se acabó en su afán de que se enterara el mundo, porque se lo platicó a todo el que se acercó a ella.

Cierto es que, hacer obras de caridad y portarse bien con el prójimo es muy loable, pero también es verdad que quien presume sus actos benéficos y recibe aplausos por ellos, ya obtuvo su recompensa (lo dijo el mismo Cristo).

Y por si eso no fuera suficiente, le agrego más: ¡cómo caen mal los que se echan porras solos! Por eso considero que debemos actuar como dice el Evangelio: «que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha» (Mt 6, 1-3).

Atendiendo a la misericordia con nuestros hermanos desprotegidos sólo administramos los bienes que la Providencia Divina nos brinda, o sea que no hacemos más que un acto de justicia al compartir lo poco o mucho que tenemos. Eso deberíamos tenerlo claro todos y aprender a ser más desprendidos con lo material. Dios ha dotado al mundo, durante toda la historia del ser humano, de grandes santos que se han convertido en excelentes «negociadores» entre las personas y ante el mismo Dios, si así se me permite llamarlos.

Recuerdo lo que menciona el libro del Génesis cuando Dios iba a destruir Sodoma, Abraham comienza regateando el perdón para la ciudad si hubiera en ella cincuenta justos, luego le baja a cuarenta, después a treinta, para pedir por fin, rogando no impacientar al Señor, que se la deje en diez justos. El relato dice que Dios acepta esta intervención, pero como no se encontraran ni diez justos, la ciudad es exterminada (Gen 18, 16-32).

Más cercano a nosotros, está el caso de San Juan Bosco, quien edificó construcciones materiales y espirituales, valiéndose de la buena voluntad de mucha gente que lo apoyó, además él confiaba ciegamente en que Dios le enviaría en su momento lo que requiriera, «Dios proveerá», solía decir, y así era, en efecto. Y no presumía sus logros, por el contrario, los atribuía todos al Señor.

Es un ejercicio muy sano para contrarrestar al ego tener muy presente que lo que tenemos debe aprovecharse, ya sea comida o ropa o cualquier otro objeto que no usemos pero que pudieran servirle a alguien más, más vale utilizarlos para hacer el bien y no que se echen a perder guardados. Ah, pero eso sí, sin pregonarlo, por favor, porque la buena acción pierde valor a los ojos de Dios.

Por eso no puedo dejar de pensar, a propósito de las pasadas campañas electorales, en todos los candidatos a puestos de elección popular que quisieron agradar a la gente que visitaron repartiendo cosas, desde playeras, gorras, paraguas y bolsas del mandado hasta grandes despensas, dinero y material de construcción y quién sabe qué más, por supuesto, haciendo caravana con sobrero ajeno, pues los recursos salieron del dinero del mismo pueblo, todo para presumir de su gran corazón y de que verdaderamente se interesaban por las necesidades de sus posibles clientes, digo, electores.

Por eso es necesario volver la cara a la verdadera humildad, pensando que más tarde que temprano, a cada uno se nos acabará el tiempo en esta vida y nos encontraremos de frente con el Dueño de todo, ¿qué pretextos podremos ponerle, a Él que conoce todo, por haber desperdiciado nuestros bienes en lugar de compartirlos?  Y si hicimos alguna obra de beneficencia con reflectores sobre nosotros, ¿cómo podremos pedirle nuestro premio en la vida eterna?

Es tiempo de reflexionar, el bien que podamos hacer en este mundo, por pequeño que sea, no quedará sin recompensa si lo hacemos de corazón y sobre todo, sin que nadie se entere.

 

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