Por Juan GAITÁN |

Me bastaron un par de horas rodeado por personas de nacionalidad japonesa para darme cuenta de la profundidad del gesto de la reverencia (inclinar la cabeza al saludar, al despedirse, al dar las gracias, etc.). Fue como recibir una enseñanza fundamental de parte de la cultura oriental a través de la experiencia: una enseñanza para mi modo de vida cristiano.

Con esto no pretendo realizar una comparación entre Oriente y Occidente o minimizar mi propia cultura, sino con sencillez reconocer cómo un gesto me transmitió toda una actitud hacia el ser humano.

Desde hace tiempo he disfrutado imaginar en oración a Jesucristo acercándose a las personas, sobre todo a los marginados y pecadores. Su rostro, sus brazos, su sonrisa, sus ojos, su corazón. Encuentro una peculiar y equilibrada mezcla de amor y ternura, con fuerza y valentía. Después de mirar a los japoneses inclinando el torso con las manos juntas, puedo con mucha facilidad ver a Jesús de Nazaret haciendo esto, reconociendo con el cuerpo: “tú eres mi hermano, tú un hijo de Dios, a ti todo mi amor y respeto”.

El hecho de comenzar una conversación con una reverencia me recuerda eso que pedía Jesús, que quien quiera ser el mayor de todos en el Reino de los cielos, sea el mayor esclavo; que nos agachemos a lavar los pies del prójimo.

Ya criticaba el filósofo Gabriel Marcel que los humanos nos tratemos como máquinas. Ponía como ejemplo a la persona que vende los boletos para el metro. Le damos el dinero y nos entrega un papel. Lo mismo es capaz de hacer una máquina. Es un encuentro deshumanizado si no hay algo que rompa esa barrera de la despersonalización.

A una máquina no podemos reverenciarla; a una persona, en cambio, sí. No es cuestión de carácter (“no le digo nada porque soy muy tímido”), se trata de reconocer a cada ser humano como lo que es. Pienso que a un cristiano se le conoce por cómo trata a un mesero, a un despachador de gasolina, al cajero del supermercado, por cómo saluda a sus vecinos.

En fin, de personas que habitan el otro lado del mundo, donde el cristianismo es una religión minoritaria, aprendí la importancia de reconocer en cada hombre y mujer sin excepciones: “tú eres mi hermano, tú un hijo de Dios, a ti todo mi amor y respeto”.

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