Por Felipe MONROY, Director Vida Nueva México |
Quizá no le diga mucho el nombre de Amelia Bolaños. Pero, después de mirar el partido entre México y Panamá en la reciente Copa Oro y cuyo desenlace ha despertado un inverosímil debate moral, más vale que conozca su historia.
Amelia fue una joven salvadoreña que, cuando vio a su selección nacional de futbol caer 1-0 ante la escuadra de Honduras ese fatídico 8 de junio de 1969, tomó la pistola de su padre y se quitó la vida con un disparo al corazón.
Gracias a la crónica de Ryzard Kapuscinski en La Guerra del Futbol nos enteramos de este episodio que, como cualquier historia, tiene su antes y su después. En el contexto estaban los dos partidos que El Salvador y Honduras debían disputar para calificar al mundial de futbol a celebrarse en México 1970; también, en el marco del suicidio, estuvo la trágica noche antes del partido en Tegucigalpa, cuando los hinchas hondureños fastidiaron toda la noche al equipo salvadoreño que intentaba dormir en un hotel de la capital. Una intimidación brutal que se reflejó en el marcador. La muerte de Amelia fue una afrenta nacional que asumió toda la población y el gobierno. Para el partido de vuelta, en San Salvador, la respuesta fue la esperada: no solo la hinchada sino la población entera intimidó y agredió a los hondureños, y no solo al equipo sino a quienes habían ido a ver el partido. Un partido que terminó a favor del conjunto salvadoreño, que dejó un saldo de mucha sangre y un par de muertos.
“Menos mal que perdimos este partido”, alcanzó a decir el entrenador del equipo hondureño; aunque el daño ya estaba hecho. Salpimentadas las heridas abiertas que ya existían entre las naciones centroamericanas por disputas económicas, fronterizas y migratorias, esos partidos de futbol fueron el detonante de odio esperado para una guerra que vibraba en silencio.
En sí, la guerra duró poco, se realizó con el armamento más viejo del planeta y, como toda guerra, dejó su cuota de muertos y sus consecuencias sociales que se agravaron en los años subsecuentes (incluida la guerra civil salvadoreña de la que son mártires visibles el arzobispo Óscar Romero, el cura Rutilio Grandey los jesuitas de la Universidad Centroamericana).
Sin embargo, a pesar de la sangre, el balón siguió rodando. Para desempatar, las escuadras de El Salvador y Honduras disputaron otro juego, ahora en México. El Salvador ganó y, tras otro triunfo frente a Haití, pasó al Campeonato de Futbol solo para perder consecutivamente frente a la Unión Soviética, Bélgica y México. Fue el peor equipo del mundial con nueve goles en contra y ninguno a favor.
Ni la sangre, ni la guerra detuvieron el negocio o el espectáculo porque que el show bussines marcha a otro ritmo. El ilustrador, cuentista y humorista Roberto Fontanarrosa plasmó fantásticamente en su cuento ¡Qué lástima Cattamarancio! esta ‘hilarante desgracia’. En el cuento, unos comentaristas de futbol narran un partido mientras se desata la madre de todas las guerras atómicas pero ni los comerciales ni los comentarios apasionados de los cronistas le dan importancia. Lo importante (¡lo verdaderamente importante!) era lo que sucedía en la cancha aunque el cielo se comenzara a poner verde de la radiación nuclear.
No quiero comparar superficialmente nada de esto a lo que sucedió en los partidos de México en esta Copa Oro; pero en lo profundo, creo que el problema no está solo en los penales inexistentes a favor que fulminaron a los contrincantes de la Concacaf sino en la actitud indolente ante un hondo drama social que padece el país, solo porque los patrocinadores y la pasión maniquea del balón mandan.
Hay quienes aseguran que no se les puede exigir tal altitud de miras o tal cualidad ética a las estrellas del balompié, que por lo que hacen cobran lo que cobran. Pero, si no es a ellos, ¿a quién sí se le pueden exigir mínimos éticos?
Quizá fue una exageración, pero la muerte de Amelia Bolaños fue la propaganda más convincente del gobierno salvadoreño para armar sus milicias e iniciar la invasión a Honduras; y es que la actitud de la cancha legitima la acción social en niveles insospechados.
Como se verifica en casi cada estudio, México está entre los países más corruptos del mundo y es el primero en percepción de corrupción de los países miembros de la OCDE. En síntesis: somos corruptos y, además, pensamos que el prójimo lo es. Lo que pasa en la cancha, entonces, es reflejo y reafirmación de una actitud de corrupción ampliamente asumida (cultural, afirmarían algunos) en la sociedad mexicana.
¿Por qué la palabra más repetida en las redes sociales y en el debate futbolístico sobre este encuentro fue ‘vergüenza’? ¿Por qué los fanáticos del futbol llegaron a sugerir que los jugadores (el entrenador idealmente) asumieran un compromiso ético y audaz en contraste a la rapiña carroñera que siempre exige la competencia más apasionada que tiene el mundo? ¿Por qué a los maniáticos del balompié les ilusionó ver a su equipo lleno de dignidad y entereza moral, incluso si por ello eran derrotados? ¿Por qué hasta en el deporte más popular, envanecido y enajenante el ganar ‘bien o mal pero ganar’ llega a avergonzar?
Los futbolistas no están para dar clases de moral, es cierto, pero el aceptar un bien que se obtuvo de manera injusta y capitalizarlo burdamente solo por intereses egoístas no fue una clase, fue un espejo desnudo de nuestra vida cotidiana. ¿No acaso hubo gente que recogió pantallas gratuitas para los pobres en camionetas de lujo durante el ‘apagón analógico’? ¿No un gobernante y miembros de su gabinete ‘aprovecharon’ las facilidades crediticias de una empresa (a la que le daban contratos) para comprar sus casas particulares? ¿No es inmoral predicar paz y justicia mientras se reciben bienes o ventajas del líder que sojuzga y somete a los más débiles? ¿No es frecuente que las adjudicaciones y licitaciones van a parar a las manos de empresarios que sobornan a funcionarios públicos? ¿No los ciudadanos ofertaban ‘al mejor postor’ su voto y finalmente votaron por quienes prometieron ‘bajar recursos’ o, de plano, les dieron monederos electrónicos? ¿No tuvimos un presidente que ya asentado en el poder se jactaba de su triunfo (‘haiga sido como haiga sido’) en unas elecciones turbias e irregulares que polarizaron a todo el país?
El agandalle como estilo, como estanque de corrupción, es epítome del pernicioso victimismo pegado a la ubre del presupuesto y del grosero acaparamiento de ventajas inmorales pero perfectamente legales. El futbol refleja la superficie de ese estanque, lo hizo evidente y, como vimos, puede ser útil fuera de la cancha. Quizá aún no le diga mucho el nombre de Amelia Bolaños pero sí que le dice algo el nombre deAndrés Guardado. Imagine ahora al futbolista reconociendo lo negativo que resulta aprovecharse de un bien obtenido injustamente, imagine que cobra el penal con esas reflexiones en mente, imagine que chuta el balón hacia el banderín de tiro de esquina y luego, ante el pasmo de todos, abraza al portero. Imagine que México pierde el partido y cuando el reportero le pregunta al jugador por qué no tiró a gol, el futbolista diga: “No habría sido justo aprovecharse”. Hubiera sido bueno, algo que ya no se ve por estos lares; tan fantástico, que no lo hubiera imaginado ni Fontanarrosa.
@monroyfelipe