ENTRE PARÉNTESIS | Por J. Ismael Barcenás SJ |
Siendo novicio, fui destinado dos meses a Chiapas, en el sur de México, para acompañar a un misionero jesuita. Junto con este sacerdote visité varias comunidades indígenas. No conocía este bello Estado, rico en recursos naturales y multiétnico, famoso en aquel tiempo por los zapatistas.
Los tzeltales y tzoltziles son pueblos descendientes de los mayas. Son muy religiosos, sus ritos están llenos de símbolos, ha habido una simbiosis y asimilación entre las costumbres antiguas y la fe católica. Si uno visita el Templo de San Juan Chamula, llama la atención la cantidad de velas, altas y delgadas, decorando el altar. El humo del incienso o del copal (resina de grato olor) llena la nave de la iglesia. Esta ambientación nos ayuda para imaginarnos la atmósfera de las celebraciones, acompañadas también de música de guitarras, arpa y violines. Estos instrumentos suenan en la eucaristía, por ejemplo, después de la homilía. Hay un momento de recogimiento y oración, la gente se pone de pie y muchos comienzan a danzar.
En occidente, para hacer oración, por lo regular nos sentamos o ponemos de rodillas. Hacemos silencio, cerramos los ojos y mentalmente, o en voz baja, pronunciamos nuestras plegarias. El modo de serenar el alma es teniendo una posición física quieta. Los judíos y musulmanes recitan los salmos inclinando y enderezando el torso, el cuerpo simula el mecerse como la llama de una vela. En Chiapas aprendí algo semejante: La oración también podemos hacerla con los pies, danzando. No se trata de hacer movimientos bruscos, sino ir al ritmo de la música. Los cantos gregorianos tienen el encanto de llevarnos a lo más profundo de nuestro ser, y desde ahí conectarnos a las alturas. La música tradicional chiapaneca tiene características similares. Su ritmo parecerá un tanto monótono, incluso desafinado, pero tiene la característica de ayudarnos a balancear el cuerpo como si descendiéramos por una escalera de caracol que nos lleva a nuestros adentros, o bien, de subir despacio la torre de un campanario que nos comunica con las alturas.
Recordemos que Chiapas es una de las zonas más pobres de México. Muchas de las capillas tienen piso de tierra y la gente llega descalza. En esta cultura campesina, hay que tratar bien a la tierra pues ella nos da de comer. En la tierra se siembra el maíz, frijol y café, dieta básica de estas latitudes. Danzar descalzo, de manera serena y solemne, es como dar papachos y cariños a la madre tierra, suelo sagrado que nos nutre y sostiene.
En 1997, en el pequeño caserío de Acteal, los paramilitares asesinaron a 45 tzotziles, incluidos niños y mujeres embarazadas que hacían oración. Los supervivientes organizaron una peregrinación a la Ciudad de México. El motivo era ir a la Basílica de Guadalupe para consolar a la Virgen, pues le habían matado a sus hijos. En una misa solemne, bajo los pies de la imagen de la Guadalupana, antes del ofertorio sonaron los violines y las arpas, se pusieron esas velas alargadas, subió el humo del copal y los familiares de las víctimas comenzaron a danzar ese baile sereno que enjugaba lágrimas y confortaba el espíritu.
También en voz alta se reza en Chiapas. Después del acto penitencial, la gente se hinca y, al mismo tiempo, todos comienzan a hablar con Dios y se genera un murmullo. Así lo hice yo también, en ese barullo comencé a hablarle a Totic Dios. Si Jesús hubiera sido antiguo mexicano, en vez de hablar de ‘Abba’, hablaría de ‘Tata’. Tata es la manera en que, en varias regiones de México, se le dice al papá o al abuelo. Cuando en los pueblos originarios de Chiapas una palabra termina en ‘tic’, significa que se hace referencia a algo que es de todos o de nosotros. Así, cuando se habla de Totic (en tzotzil) o de Tatic (en tzeltal), se hace referencia al papá o al abuelo de todos nosotros. Totic Dios es el Padre Nuestro, el Dios de todos nosotros. Si Él es nuestro Padre, todos somos hermanos, de ahí el valor e importancia que tiene la comunidad.
Alguna vez llegué a un pueblo y un señor me dijo: «hoy va a haber alegría». En efecto, ese día, tanto en misa como al final, hubo música y todos bailamos. Recuerdo que los niños a mi alrededor se reían de mi falta de ritmo. Ellos mismos me enseñaron cómo se baila. Recuerdo sus caras, en efecto, ese día hubo alegría. Ahora que soy sacerdote, me gusta usar estolas chiapanecas, son muy coloridas y están hechas con la maestría de las artesanas de aquel rumbo. Los textiles y atuendos que visten tzeltales y tzotziles son muy bonitos. Su tejido me recuerda que todos somos hilos de diferentes colores y que podemos convivir juntos, o mejor dicho, que juntos podemos bailar con alegría y esperanza.