ENTRE PARENTESIS | Por J. Ismael BÁRCENAS OROZCO, SJ |
No sé si en España o en otros países de Latinoamérica, pero en México es común poner dentro de las casas una cédula que reza: “San Ignacio de Loyola, di al demonio: «no entres”. Yo por si las dudas la he regalado y puesto incluso en mi celda cuando fui novicio.
Más de alguna vez me han llamado la atención estas prácticas de religiosidad popular en el sentido de solicitar protección. En algunos negocios he visto cierto tipo de amuletos que intentan ahuyentar malas vibras y atraer buenos presagios -y muchos clientes-. Hace poco en un restaurante veía el altar que estaba arriba de la caja: había un San Martín Caballero, flores y la palma que se da los domingos de Ramos. En ocasiones el altar es un tanto ecléctico, se agregan imágenes de algún buda sonriente, todo depende de los gustos, aficiones y fervores del dueño del lugar.
El punto es que en estos días, en un restaurante, me encontré un altar coronado por San Martín Caballero, que me recordó famosa cédula de San Ignacio, y cerca de ahí estaba una placa que me ha dejado pensando. La placa contenía este mensaje: “En esta casa somos reales. Nos equivocamos. Pedimos perdón. Damos segundas oportunidades. Nos divertimos. Nos abrazamos. Perdonamos. ¡Hacemos mucho ruido! Somos pacientes. Nos queremos mucho”.
Esta leyenda ya la había visto en la casa de unos amigos, en la Ciudad de México. Aquella vez le tomé una foto y creo que la subí a Instagram. Ahora me la he vuelto a encontrar y me he puesto a pensar que muchas veces, aparte de algún talismán o imagen que proteja de allá para acá, de lo externo a lo interno, también necesitamos alguna estampa que nos recuerde la mística o actitud que es deseable tener de aquí para allá, de los adentros a los externos, de mí mismo hacia los demás. En este restaurante la gente que nos atendió fue muy amable, la comida deliciosa y el precio razonable. Y especialmente se percibía eso, grata atmósfera de trabajo y de convivencia con los que llegábamos extraviados y con hambre.
Aprovechando los paralelismos entre religiosidad popular y restaurantes, también aquí en Málaga, en el rumbo que se conoce como el Palo, fui con unas amistades al Pimpi Florida, que es una marisquería. Un espacio angosto y extenso, donde la comida es sabrosa y no costosa, donde los que vienen ponen su foto en los cuadros de la decoración y donde siempre hay aglomeraciones. Parece que es un tipo de santuario de peregrinación para jóvenes y no tan jóvenes. ¿Porqué viene tanta gente? ¿Por la música? ¿Por la comida? Sí, y también vienen por el ambiente, porque aunque se convive codo con codo, en este lugar se respira buena ondez -diríamos en México- o buen rollito -dicen acá en España-. En este espacio hace mucho ruido, pero hay paciencia, a ratos por el tumulto hay pisotones, pero la gente perdona. Para entrar uno no tiene que disfrazarse, tener ciertas poses o ponerse ‘fashion’, la gente viene tan real como auténticamente es. No tienen la placa que está en La Cosmopolitana, pero al igual que allá, el ambiente lo expresa. Y en ambos lados me sentí en casa.
Me encantó la mencionada placa, quizá, cuando la encuentre impresa, la obsequie junto con aquella cédula. Quizá la ponga en mi comunidad y la dé a casa que visite. Quizá también se la regale a los amigos para que la pongan en sus hogares y lugares de trabajo. Quizá también, en son ecuménico, se la ofrezca a pastores y ministros de diferentes cultos. Quizá, cuando regrese a México, la cuelgue a la entrada del templo donde celebre misas. Y si no la puedo poner, ojalá se pueda percibir que uno llega a su hogar. Y que en el modo en que convivimos dentro y afuera exprese que en esta casa somos reales, nos equivocamos, pedimos perdón, damos segundas oportunidades, nos divertimos, nos abrazamos, somos pacientes, nos queremos mucho y hacemos mucho ruido, claro, cuando no estamos en silencio haciendo oración. San Ignacio de Loyola, di al Buen Espíritu que nos inspire.