OCTAVO DÍA | Por Julián LÓPEZ AMOZURRUTIA|

El capítulo cuarto de la encíclica papal hace una interesante propuesta de una ecología integral, que trasciende los límites de lo ambiental para señalar su relación con lo social. Su planteamiento teórico lo encontramos al inicio:

«La ecología estudia las relaciones entre los organismos vivientes y el ambiente donde se desarrollan… No está de más insistir en que todo está conectado… Así como los distintos componentes del planeta están relacionados entre sí, también las especies vivas conforman una red que nunca terminamos de reconocer y comprender» (n. 138).

Tras este nivel, se alude al social y económico. «Cuando se habla de ‘medio ambiente’, se indica particularmente una relación, la que existe entre la naturaleza y la sociedad que la habita. Esto nos impide entender la naturaleza como algo separado de nosotros o como un mero marco de nuestra vida. Estamos incluidos en ella, somos parte de ella y estamos interpenetrados. Las razones por las cuales un lugar se contamina exigen un análisis del funcionamiento de la sociedad, de su economía, de su comportamiento, de sus maneras de entender la realidad». Por ello, identificados los problemas, «es fundamental buscar soluciones integrales que consideren las interacciones de los sistemas naturales entre sí y con los sistemas sociales. No hay dos crisis separadas, una ambiental y otra social, sino una sola y compleja crisis socio-ambiental. Las líneas para la solución requieren una aproximación integral para combatir la pobreza, para devolver la dignidad a los excluidos y simultáneamente para cuidar la naturaleza». (n. 139).

De aquí se derivan aplicaciones concretas. Se habla de la aportación específica del mundo académico que alcance a ver los ecosistemas en una perspectiva amplia (cf. n. 140), la necesidad de una ecología económica (cf. n 141), de la solidaridad como indicativo de salud social (cf. n. 142), de una ecología cultural que supere la tendencia homogeneizadora del consumismo globalizado para reconocer la riqueza del patrimonio histórico, artístico y cultural (cf. nn. 143-146), y una ecología de la vida cotidiana que reconoce los espacios en los que se desarrolla la existencia ordinaria de las personas (cf. nn. 147-155).

A propósito de esto último, leemos interesantes aportaciones especialmente en lo que se refiere a los ámbitos urbanos, incluyendo cuestiones de vivienda, transporte y de los espacios comunes , sin dejar de hacer referencia a los ámbitos rurales. Retoma, además, la enseñanza de Benedicto XVI sobre la ley natural:

«La ecología humana implica también algo muy hondo: la necesaria relación de la vida del ser humano con la ley moral escrita en su propia naturaleza, necesaria para poder crear un ambiente más digno… Existe una ‘ecología del hombre’ porque también el hombre posee una naturaleza que él debe respetar y que no puede manipular a su antojo» (n. 155).

Concluye ubicando la ecología humana en relación con el principio del bien común (cf. nn. 156-158), y destacando con fuerza la responsabilidad que en justicia se tiene ante las generaciones por venir (cf. nn. 159-162). En este punto alcanza incluso un vocabulario apocalíptico. «Las predicciones catastróficas ya no pueden ser miradas con desprecio e ironía. A las próximas generaciones podríamos dejarles demasiados escombros, desiertos y suciedad. El ritmo de consumo, de desperdicio y de alteración del medio ambiente ha superado las posibilidades del planeta, de tal manera que el estilo de vida actual, por ser insostenible, sólo puede terminar en catástrofes, como de hecho ya está ocurriendo periódicamente en diversas regiones. La atenuación de los efectos del actual desequilibrio depende de lo que hagamos ahora mismo, sobre todo si pensamos en la responsabilidad que nos atribuirán los que deberán soportar las peores consecuencias» (n. 161).

Publicado en el blog Octavo día del universal.com.mx, el 24 de julio de 2015. Reproducido con permiso del autor.

 

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