Por José Esaúl MENDOZA PEDRO |
“Dichosos los misericordiosos,
porque encontrarán misericordia”, Mt, 5,7
(Lema del Año de la misericordia).
El Papa ha publicado en abril pasado la Carta apostólica “Misericordiae vultus” (“El rostro de la misericordia”). ¡Es un documento esperanzador, motivante, que nos invita a echar la mirada hacia lo esencial del cristianismo en la vivencia diaria! Ahí se pueden leer ideas que nos ponen nuevamente en el carril de la esperanza e invitan a realizar actos concretos que nos hacen bien y son “bálsamo” para un mundo necesitado de misericordia. El Papa Francisco nos recuerda que “Jesús de Nazaret con su palabra, con sus gestos y con toda su persona revela la misericordia de Dios” (No. 1). Además, dice que “Misericordia: es la palabra que revela el misterio de la Santísima Trinidad” (No. 2). Pareciera que, en síntesis, en el documento, el Papa desea resaltar que la Iglesia es portadora y anunciadora de la misericordia.
Antes de continuar, he de narrar un acontecimiento, de tantos otros que me van impactando y provocan tomar decisiones de vida día a día y evitar, en lo posible, las decisiones y actitudes de muerte. Aquí va:
Estaba yo en la oficina de la Notaría Parroquial en una parroquia del Distrito Federal. Escuché que alguien preguntó si había juramentos. Le dijeron que sí. Tenía yo la puerta abierta. Entró. Se sentó. Dijo tener 32 años. Una dama de buen ver, es más, de muy buen ver. Pregunté su nombre. Intenté echar una mirada a su contexto. Sonreía. Le dije: “¡Qué te trae por acá!”. -“¡Quiero jurar ‘padre’!”, me dijo. –“¿Sobre qué quieres jurar?”, pregunté. Sonrió tímidamente y externó: -“Es que ‘fumo’ piedra”. –“Y, ¿eso qué es? ¿se inhala o se fuma?”, pregunté, manifestando mi desconocimiento al respecto. –“Se fuma padre. Pero ya no quiero. Cuando llego del trabajo mi hermano me ofrece y ya no quiero”. “Ya veo”, expresé. Advertí en ella sufrimiento y un manifiesto sentimiento de culpa. No obstante lo evidente, pregunté: -“Eso te hace tener un sentimiento de culpa, ¿cierto?”.-“Sí padre. Me siento muy mal. Es que, verá: soy terapeuta, tengo diplomados, cursos, tengo un buen trabajo, y ¡cómo es posible que esté yo en esto! Hace 7 meses falleció mi mamá y siempre deseó que mi hermano dejara eso y mire, ahora yo también”. -«Ya veo. Te sientes culpable. Consideras haber fallado a tu mamá”. –“Sí padre. Por eso ya no quiero. Voy empezando apenas en esto, pero no quiero seguir».-“Mmmm. Y te hace sentir sentimiento de culpa hacia ti porque consideras haberte fallado o cometido un error. ¿Cierto?”. –“Sí padre”. –“Pues te voy a decir algo: ‘Tienes derecho a cometer errores y equivocarte”. Me miró con asombro. –“¡Sí!, insistí, ¡tienes derecho a cometer errores y a no ser perfecta!”. Al escuchar eso, vi cómo comenzaron a correr algunas lágrimas en sus mejillas. Lágrimas de alivio, que le recordaban en ese instante de que efectivamente no es perfecta y que tiene derecho a no serlo. En seguida, hice algo que ya suelo hacer con cierta frecuencia: -“A ver, repite conmigo en voz alta: ‘Tengo derecho a equivocarme’”, le dije. Accedió. Le pedí que repitiera otras dos veces. Y lloró. No se había dado la oportunidad de cometer errores. Traía sobre sus espaldas el peso de la responsabilidad de haber cuidado a su mamá, llevarla al hospital, estar al pendiente de ella, hasta que falleció. Le ha tocado ser madre de dos hijos y ha sufrido el “peso” de no sentir el afecto y cercanía ni el apoyo del papá de sus hijos. Le ha tocado trabajar incansablemente, estar al pendiente de su hermano, sufrir la distancia afectiva de su papá. En fin, es una persona que sufre mucho. Le escuché. Estuve ahí para escucharla. Con mi sola presencia, intenté decirle que estaba para ella. Y confió. Comenzó a sentir el alivio de una persona que se siente escuchada, que alguien la vea como persona que es. Hice algunas preguntas, de tal forma que ella misma fuera haciendo consciencia de quién es. Le pregunté: -“¿Qué tanto te quieres, te abrazas, te gozas a ti misma?”. Se quedó sin palabras. –“Padre, es que no me quiero”. Le hice hacer consciencia que el hecho de estar ahí, en ese momento, era un acto de amor hacia ella misma. Y, fueron saliendo otros más actos generosos hacia ella de las cuales ella misma hizo consciencia. Le dije que si el hecho mismo de aceptar que no es perfecta y que tiene derecho a tener errores, son actos generosos hacia ella misma. Asintió. Y comenzó a hablar sobre ella misma, a darse cuenta que necesita “su” espacio en esta vida. ¡Se dio la oportunidad de mirarse a sí misma con una mirada compasiva! Se dio cuenta que es un acto generoso hacia ella misma continuar con su trabajo con entusiasmo, de darse la oportunidad de ser y disfrutar la maternidad y de gozar la vida, pues «¡sólo se vive una sola vez!», le dije. En ese contexto, en el que estábamos, sería cruel de mi parte si hubiera comenzado hablar de “acusaciones”, de “reclamos”, e incluso, de eso que llamamos “pecado”. Pues, ¡no ha sido libre en la decisión de fumar “piedra” sino orillada por su contexto de sufrimiento! Me dio la impresión de que es una buena mujer que desea hacer el bien, a los demás y así misma, pero las circunstancias hirientes de la vida le han orillado a fumar “piedra”. Al tenerla ahí frente a frente, mirarla a los ojos y advertir que carga mucho sufrimiento y el peso de dolores “psicológicos” no resueltos, me hizo pensar más en su bondad que en una supuesta maldad, si es que hay. Casi para finalizar, le dije: -“¿Cómo te vas?, es decir, ¿cómo te sientes ahorita después de este encuentro que hemos tenido?”. Me miró con suma amabilidad, con una mirada de una niñita herida: -“Me voy más ligera padre. Y le quiero preguntar, ¿podría venir otra vez a platicar con usted?”. –“¡Claro!”, le dije, y nos pusimos de acuerdo para ello. Antes de salir de la oficina, en un gesto genuino y transparente, me dijo: “Padre, ¿puedo darle un abrazo?”. Accedí. En el abrazo percibí agradecimiento sincero de alguien que se sintió escuchada. ¡Me di cuenta que resucitó!, es decir, “volvió a ponerse en pie”, que es la etimología de la palabra, y como el Hijo pródigo fue atendida por los brazos amorosos del Padre Misericordioso, quien seguramente volvió a expresar: “¡Esta hija mía estaba muerta y ha vuelto a la vida!”, y la miró con compasión (misericordia). Claro, ella seguirá un proceso libre y voluntario de amor hacia ella misma, para poder estar en mejores condiciones de amar a las personas que le rodean y a la creación que es una pincelada del Amor.
Uno de los aportes del “Año de la misericordia” podría ser el hecho de que tú, yo, cada uno, echemos una mirada misericordiosa (compasiva) hacia nosotros mismos. El primero en mirarte con el rostro de la misericordia eres tú mismo, y en ello, descubrir el Rostro de la Misericordia de Dios. Es fundamental preguntarte hoy sobre ¡qué tan generoso eres contigo mismo! ¡Qué tanto te amas! Pues en la medida de tu generosidad contigo, es decir, el amor hacia ti mismo, podrás estar en mejores condiciones de amar a quienes te rodean. En tanto estés dispuesto a aceptarte como eres, lo estarás para aceptar a los demás tal como son. En la medida en que te abraces y te goces a ti mismo, podrás estar en mejores condiciones de abrazar y gozar a los demás y permitir que los demás te abracen y gocen de ti. Es ésa la mecánica de la misericordia. Así como el Padre ama tanto al Hijo a través del Espíritu Santo, así, nosotros que decirnos ser cristianos, hemos pues de reflejar ese amor trinitario en nosotros mismos y hacia los demás. Hemos de tener presente que el cristianismo es menos de decir y más de “hacer”, para que no se convierta algo así como una simple ideología bonita y utópica.
Recuerda: ¡Tú eres la Iglesia! ¡Tú, yo, somos la Iglesia! Y la Iglesia (nosotros) somos portadores de la Misericordia pues hemos sido invitados a la vida por la Misericordia y vivimos bajo su sombra día a día. De ahí que hemos de ser ¡anunciadores de la Misericordia!
He de decir algo, casi para finalizar: “Fuimos llamados a vivir a este mundo para entrenarnos en el amor (hacia uno mismo y hacia los demás), de tal forma que ese entrenamiento nos sirva para gozar, saborear el Amor (al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo) cuando nazcamos por la misericordia de Dios a la vida eterna. Gozar de ese Amor Trinitario. Ser abrazados por dicho Amor trinitario.
Nos afanamos mucho en tantos quehaceres, descuidando –casi con regularidad- el amor hacia nosotros mismos y hacia los demás. Los bienes materiales, los títulos académicos, honoríficos, las riquezas… dejarán de ser, sólo permanecerá el entrenamiento que sobre el amor hayamos hecho.
Antes de concluir, he de decir, que en no poco tiempo en la Historia de la Iglesia se ha dado sumo énfasis al pecado antes que a la gracia. Ello parece tener una lógica psicológica: la persona, tú y yo, somos más dados a ver el mal que el bien, a resaltar la parte negativa que lo positivo de la vida y de las personas. Hemos llegado a momentos en que el fatalismo ha hecho presa de nosotros. ¡Hemos olvidado, no pocas veces, que somos los recipendiarios y anunciadores de la misericordia (compasión)! Desde pequeños, pareciera que hemos sido entrenados a mirar más el pecado que la bondad en los demás y en nosotros mismos. Pero, ahora es el tiempo, el kairós: Hoy, el “Año de la Misericordia” y después de ese año, hemos de alfabetizarnos en la misericordia, es decir, aprender a ser misericordiosos con nosotros mismos para poder serlo con los demás (cfr. Lc. 10, 25-27): ¡Mirarnos con compasión y mirar así a los demás! Una compasión que nace desde las entrañas (rahamim, en hebreo) y con ello palpar la fidelidad (hesed: otro término hebreo que significa misericordia pero dando la idea de la fidelidad).
Que ese año jubilar (de alegría) del Año de la misericordia aprendamos de una vez por todas a reconocer y aceptar que “la misericordia siempre será más grande que cualquier pecado y nadie podrá poner un límite al amor de Dios que perdona” (No. 3). Es momento de comenzar a desaprender que el pecado es mayor que la gracia (la compasión y fidelidad de Dios hacia nosotros) pues tristemente en la práctica eclesial así parece ser; y, al contrario, aprender anteponer insistentemente la gracia y la misericordia antes que al pecado, pues así, estaremos en mayores posibilidades de responder a la Gratuidad (Gracia) con gratuidad sin que estemos pensamos en categorías como el infierno para responder temerosamente y hasta patológicamente a la misericordia de Dios. En el kairós (el tiempo de gracia) es el momento para aprender a saborear la misericordia (compasión y fidelidad) de Dios hacia nosotros y tener esa misma compasión yo conmigo mismo y con los demás: ¡He ahí la clave del cristianismo! ¡He ahí la invitación! ¡He ahí la oportunidad para que el kairós (el tiempo perfecto de Dios) se haga realidad hoy! ¡He ahí el llamado para aprender a vivir en el tiempo de la gracia!