ENTRE PARÉNTESIS | Por José Ismael Bárcenas SJ |
En una de mis películas favoritas, Tan lejos y tan cerca (1993, director: Wim Wenders), Cassiel es un ser alado que contempla Berlín desde el ángel de la columna de la victoria. Abajo, los transeúntes van sumergidos en sus pensamientos. Cuando el filme transcurre en blanco y negro, desde la mirada celeste, son los ángeles quienes contemplan el ir y venir de los humanos, acompañándolos en sus reflexiones y situaciones. Cuando la cinta está a color, desde la mirada terrena, son las personas las que van y vienen, muchas veces sin percatarse de esos ángeles que están ahí haciendo presencia y escolta.
Por estos días voy regresando de hacer ejercicios de contemplación, allá en la casa de Manresa, donde nuestro fundador tuvo la experiencia religiosa junto al río Cardoner. Toda una semana para meditar en silencio. Cada día había 9 sesiones de media hora paraestar concentrado en la respiración, con la espalda recta atento a las percepciones corporales, apoyado en un mantra que guía al inhalar y al exhalar. Reconozco que tengo una mente dispersa, que en cuanto cierro los ojos tanto la imaginación como mis pensamientos corren en desbandada como un perro que se pone a dar vueltas queriéndose morder su propia cola. Por este motivo, he encontrado que la meditación y el silencio me ayudan a encontrar mi centro, a su vez que me preparan para dejarme llevar a ese manantial donde está la Presencia y se vislumbra el Misterio.
En la película antes mencionada, Cassiel se acerca a esas personas que están arreglando su vida dentro de su discurrir interno, inclina la cabeza para escucharlas y sopla al oído produciendo esos esporádicos zumbidos que nos visitan (de esas veces que se dice: pasó un ángel). Digamos que a mi el silencio me pone en la antesala de mencionado silbido.
Hace tiempo, alguna amiga traía un libro -incluso una aplicación en el móvil- para averiguar el nombre de mi ángel de la guarda, recordemos que la angelología se ha puesto de moda. Cuando me preguntó si quería saber el nombre de mi custodio querubín dije que no -y vuelvo a disculparme- pues más que saber el nombre, lo que me interesa es saber qué nos quieren decir. Ahora, no soy fan de andar descalzo, envuelto en ropaje blanco y esforzarme en leer auras o ver seres alados, el recurso literario –o fílmico- de los ángeles me gusta como símbolo o metáfora del Buen Espíritu (en la nomenclatura de Ignacio de Loyola).
Me encanta lo que nos dicen los ángeles al inicio de la película de Wim Wenders: “¡Ustedes! Ustedes, a quienes nosotros amamos, ustedes, no pueden vernos. No pueden oírnos. Nos imaginan tan lejos y estamos tan cerca. Somos mensajeros para acercar a quienes están lejos. No somos el mensaje, somos los mensajeros. El mensaje es el amor. Nosotros no somos nada. Ustedes, lo son todo para nosotros. Permítannos que vivamos en sus ojos. Vean su mundo a través de nosotros. Recuperen una vez más esa mirada apacible por medio de nosotros. Entonces, estaremos mas cerca de ustedes y, ustedes, de Él”.
Así pues, para mi, este afinar la mirada y el oído significa cerrar los ojos y hacer silencio. La meditación me está ayudando a reconocerme como soy y a purificar pensamientos y sentimientos, por lo mismo comparto la noticia como quien se encuentra un gran hallazgo. Hay tres libros sobre este tema que aprovecho para recomendar: Ejercicios de contemplación, de Franz Jalics, SJ;Biografía del silencio, de Pablo d’Ors y El deseo esencial, de Javier Melloni, SJ.
Termino con una oración que me compartió un gran amigo, José Luis Moreno Aranda, SJ:
“El silencio es el lenguaje de Dios.
En el silencio escucho la voz de Dios que habla dentro de mí, contemplo la belleza de Dios y entiendo la paz que produce la compasión.
En el silencio sé que vivo inmerso en la realidad de Dios.
El silencio es estar en la presencia de Dios y entrever la vida eterna.
Dios nos enseña el lenguaje del cielo y la eternidad en el silencio.
El silencio es el lenguaje de Dios.
No hay nada en el mundo que se parezca más a estar en la presencia de Dios que el silencio”.