Por Felipe Monroy, Director de Vida Nueva México |

“¿Por qué no escribes sobre los gays?” Lo dijo así, con la cabeza un poco hundida en la sopa y lamentándose, miraba de vez en cuando hacia la ventana con los ojos al punto de lágrima, se notaba ligeramente derrotado. Llevaba minutos hablando de cierta guerra que los gays habían declarado a la humanidad, del sucio dinero que ese lobby inyectaba en proyectos que atentaban la salvación del hombre en la tierra, los gays eran culpables básicamente de todas las tragedias. Un poco antes habíamos escuchado a otro sujeto –este sí con la cabeza por todo lo alto, altanerísima y engreída- que aseguraba que “el triunfo contra los sodomitas” estaría del lado de los ‘soldados de Cristo’, que era cuestión de esperar ‘los tiempos perfectos’ y que veríamos muertos en su pecado a todos los que contravienen las leyes de Dios.

Pero él no, su corazón no era político ni pendenciero como el del predicador que escuchamos antes. Él tomaba su sopa con verdadera amargura, su afectación me parecía muy sincera. Su rostro era igual al del icónico sujeto francés que llora mientras atestigua la ocupación nazi de su ciudad. Él mira a la calle con el horror de la sibila y no sé cómo imagina que serían las calles ‘si los gays ganan’.

“¿En verdad parezco un idiota esclavizado?” Esta vez soy yo quien hace esta pregunta a un gran amigo. Y lo hago afectadamente. Salimos de escuchar a un líder –ateo según pude entender después de escucharle una hora de insultos a los creyentes- que para hablar de ‘la última frontera de los derechos civiles’ (en particular de la comunidad gay) básicamente había que erradicar a los cristianos: “porque son muchos, son muy idiotas y son esclavos de una mentira. La ciencia está en guerra contra la ignorancia, y la religión es un reflejo de toda esa ignorancia”, dijo.

Soy periodista y no podría decir que jamás me habían insultado tanto, la verdad he escuchado peores, pero me inquietaba que mi amigo aplaudiera rabiosamente al mal remedo de Richard Dawinks. Aquel predicador ateo tenía algunas buenas ideas, pero los argumentos y la estrategia de reclutamiento me parecieron igual de burdos, tóxicos y crueles como la del predicador cristiano. Desde las antípodas, ambos eran igual de cretinos. Los generales viven de la guerra; tanto, que –si no hay alguna- son capaces de crearla. Pero a mí me importan más los reclutas, todas esas personas que son extirpadas de su vida cotidiana para unirse a los bandos de la guerra. Ellos no viven de la guerra pero sufren las esquirlas de las explosiones y ello les mete de lleno a la batalla. Estoy convencido que, dependiendo del color de la esquirla que les hirió y se alojó en el corazón, serán soldados del bando opuesto.

Esa misma tarde, un colectivo (cristiano en su mayoría aunque no exclusivamente) salió a protestar en las calles de San Luis Potosí para que los magistrados no abrieran la posibilidad de unión civil legal entre parejas del mismo sexo. En la marcha se expresaron tantas necedades que, desgraciadamente, era difícil no darle la razón al predicador ateo.

Sin embargo, he escuchado interesantes argumentos, tanto de creyentes como de no creyentes, en contra del matrimonio gay. El más aséptico, lejos de religiones ideologizadas, es aquel que estipula que el Estado no tiene influencia ni responsabilidades en relaciones no articuladoras de estructuras sociales o antropológicas; asegura esta idea que, por mucho amor que haya, la potencialidad natural (que no artificial ni obligatoria) de tener hijos (o ciudadanitos) y el que estos constituyan la base social co-creadora de instituciones civiles solo se encuentra en las uniones matrimoniales entre un hombre y una mujer. Esto implicaría que, por muy importante que sea para la persona un bautismo, un bar mitzvah o el amor, fidelidad y esperanza que encuentra en la amistad con sus semejantes, estas acciones de pareja, sociales o comunitarias no son de la incumbencia del Estado (como sí lo son el garantizar y responsabilizar la crianza bajo los propios derechos de los menores).

Aunque aparentemente lógico, este argumento tiene su punto débil al homologar ‘el potencial’ para engendrar, con el ‘gasto energético’ a largo plazo que implica la crianza. Y ni negar que ese potencial se destina muchas veces para engendrar salvaje e insensatamente (se advierte en el creciente número de parejas adolescentes embarazadas incapacitadas para la paternidad) mientras un buen número de parejas homosexuales alzan la mano dispuestas a cubrir esa cuota de gasto energético. Oferta que el Estado mira con interés con tal de reducir sus gastos y responsabilidades frente a ciertos sectores vulnerables de la población, sin detenerse mucho a pensar en las fronteras de los niños y sus derechos de crianza.

“¿Por qué no escribes de los gays? ¿Por qué no escribes algo en contra de los gaymonios?” Me lo decía con pesar, con esperanza de que en mis tristes palabras pudiera encontrar un aliado en esa guerra donde él mismo sufría. Entonces le conté la siguiente historia:

—Hace dos días, a la hora del almuerzo, entré en un pequeño restaurante; en el pórtico un letrero advertía que estaba en terreno neutral: ‘En este establecimiento no se discrimina por motivos de raza, religión, orientación sexual, condición física o económica, ni por ningún otro motivo’. Dentro, una pareja me esperaba, les conocí tiempo atrás, por un amigo en común, y me habían citado allí para platicarme de su inminente boda. Se les veía alegres e impacientes. Me contaron de los preparativos; desde cuando lo venían hablando, de cómo lo habían tomado sus respectivas familias y cómo querían que participaran sus padres (en verdad les preocupaba porque unos estaban divorciados y con segundas nupcias). Dijeron que querían algo sencillo y sabían que por la crisis, el dólar por las nubes y por sus trabajos casi enajenantes no podrían tomarse una buena luna de miel. Hice un par de preguntas de cortesía: cómo se habían conocido y dónde planeaban vivir. Me peguntaron, en cambio, sobre mi matrimonio y mi esposa; con cierta indiscreción debo decir, pero les comprendí porque sé que tenían inquietudes, algo de miedo y un gran deseo de que su unión funcionara.

—¿Y eran gays? –me interrumpió. Tal era su obsesión y su principal preocupación. Yo le iba a decir lo que en realidad había sucedido pero por su mueca de asco preferí cambiar la conversación.

EPÍLOGO

Dice el cómico que hay tres clases de personas frente al fin del mundo: las que van al bar a beber, las que van al templo a rezar y las que hacen una venta de liquidación en su garaje. Yo no sé bien qué haría o a donde iría pero de algo estoy seguro: en el fin del mundo, si fuese al bar o al templo, de ninguna manera intentaría vender allí mis opiniones.

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