Antonio MAZA PEREDA, Red de Comunicadores Católicos |

Hace años, antes de que la mayoría de mis lectores hubieran nacido, un presidente salió con la ocurrencia de que “la corrupción somos todos”. Por supuesto, la nación se sintió agraviada, hubo toda clase de críticas y, ciertamente la dichosa frase tenía por objeto dejar sentir que no había nada por hacer, porque de alguna manera todos participamos en la corrupción. Seguramente ese presidente recordó que en algún lado había leído la frase: “el que esté libre de pecado, que tire la primera piedra”. Y, en los hechos el tal presidente resultó ser uno de los más corruptos en la historia del siglo pasado.

Independientemente de lo mañoso de la declaración, hay que reconocer que hay algo de verdad en ella. La mayoría hemos dado alguna mordida, pedido algún favor que no era totalmente de acuerdo a los reglamentos, que nos aceleraran un trámite. Y ciertamente, muchos funcionarios públicos piden la célebre mordida de manera rutinaria. Hay un ambiente que propicia la corrupción. Y, por supuesto, eso lleva a muchos funcionarios a decir que la corrupción es cultural, que viene a ser decir lo mismo: que la corrupción somos todos porqué, aquí sí, la cultura somos todos.

Pero valdría la pena reflexionar: ¿Somos corruptos o somos víctimas de la corrupción? Puesto de otro modo: la falta de un verdadero Estado de Derecho, ¿nos da alguna protección si rechazamos la corrupción?  Si más del 90% de los delitos denunciados quedan impunes, ¿Qué probabilidad hay de que la denuncia de una extorsión por una infracción de tránsito será investigada y debidamente castigada? Muy cercana a cero. Por otro lado, el funcionario menor que se niega a pedir mordida, ¿qué protección tiene si sus superiores le exigen que lo haga? ¿Quién le garantiza que conservará su puesto y no perderá su ingreso si no “le entra”? Claro, sí hay una gran cantidad de ciudadanos que rechazan la mordida y funcionarios que se niegan a pedirla. Y habría que considerarlos como verdaderos héroes civiles. Afortunadamente cada vez hay más, pero no son suficientes.

Todo lo anterior no es para decir que nos crucemos de brazos y nos resignemos a vivir como víctimas de la corrupción. O aceptar que muchos se beneficien de ella. Todo lo contrario. Pero es importante que la ciudadanía tenga claro qué, aunque urgen nuevas leyes, reglamentos y sistemas, nada eso hará mucho bien mientras no tengamos un verdadero Estado de Derecho. Por leyes no paramos. De lo que padecemos es de la falta de su aplicación plena e imparcial. Y nuestro Congreso no tiene entre sus prioridades el Sistema Anticorrupción, de modo que la ciudadanía tiene pocas esperanzas que la corrupción se reduzca pronto.

Bienvenidas nuevas leyes, instituciones, participación ciudadana, nuevos mecanismos de fiscalización. De algo servirán. Pero lo que verdaderamente resolverá de fondo este flagelo de la corrupción es la instauración plena de un verdadero Estado de Derecho. Y no será lo único que resolverá. La paz, el desarrollo económico, la democracia sin apellidos dependen en gran medida de que las leyes sean cumplidas, se erradique la impunidad y se dé el castigo adecuado a quien las infrinjan. No es un asunto menor. Sin esto, nuevas leyes, reformas estructurales y otras muchas buenas intenciones harán muy poco bien.

Pero nos tiene que quedar claro que el Estado de Derecho no ocurrirá solo. No va a llegar como un gracioso don de nuestros gobernantes. No es de esperarse que los que se benefician enormemente de la corrupción de repente vean la luz y reconozcan el daño que hacen. Difícilmente se pondrán límites voluntariamente. La presión no vendrá, como en algunos otros temas, de la opinión internacional. Nos urgen muchos más héroes y heroínas civiles que, con hechos, empujen el establecimiento del Estado de Derecho. Y el modo más efectivo es cumplir cuidadosamente con leyes y reglamentos. Y, por supuesto, levantar nuestra voz para exigir que erradique la corrupción y se establezca el Estado de Derecho. Pero lo que nos da la autoridad moral para reclamar es el hecho de que, yendo contra la corriente, nuestra comodidad y hasta la burla de muchos, nos esforcemos por cumplir puntualmente las leyes y reglamentos a los que estamos sujetos.

@mazapereda

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