Por Fernando PASCUAL|

 

Es fácil lanzar el grito de tantas revoluciones: ¡el pasado ha sido superado! ¡Empieza una nueva época! ¡Ya no habrá más injusticias ni crímenes! ¡Todo va a ser diferente!

Lo que no resulta fácil, o quizá lo que resulta prácticamente imposible, es cambiar a los seres humanos. Porque, como enseña el Evangelio, desde el corazón del hombre surgen tantas desgracias: “intenciones malas, asesinatos, adulterios, fornicaciones, robos, falsos testimonios, injurias” (Mt 15,19).

Además, la psicología antigua, con todos sus límites, y la moderna, con su abundante variedad de escuelas, ponen ante nuestros ojos el gran número de enfermedades de las que surgen problemas e incluso atrocidades que llenan de dolor la vida de miles de personas.

Por eso, frente a quienes repiten “nunca más volverá a ocurrir” o sueñan que la historia puede dar un completo giro hacia un mundo mejor, el realismo abre los ojos ante los numerosísimos males que continuamente se producen; unos sin culpa, por problemas psicológicos difícilmente curables; otros con culpa, desde esa maldad que se esconde en cada corazón humano.

Soñar con un mundo sin lágrimas es hermoso. La realidad de cada día, sin embargo, nos hiere con los mil dolores que nacen de comportamientos irracionales o perversos, de actitudes de prepotencia y de egoísmo, de cobardías y de intereses mezquinos.

Ante tanto dolor, cada uno puede preguntarse cómo evitar que el mal corrompa la propia alma, para no provocar heridas en los cercanos y los lejanos. Y cómo abrir los ojos para aliviar a quienes sufren por robos, engaños, estafas, infidelidades, traiciones, y tantas otras heridas que tiñen de oscuridad nuestro mundo enfermo.

Sobre todo, ante tanto dolor necesitamos mirar al cielo y suplicar al Padre de las misericordias y de la justicia, que alivie a los afligidos, que cambie el corazón de los pecadores, que encienda en todos un amor auténtico y sacrificado, capaz de ayudar a los mil heridos por la vida y a promover el bien y la esperanza en un mundo que anhela, a veces sin darse cuenta, la llegada definitiva de quien ofrece la salvación completa: Jesucristo.

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