ENTRE PARÉNTESIS │ Por José Ismael BÁRCENAS SJ │

Vengo en el tren. Preparo audífonos para escuchar una selecta lista de canciones que me acompañen en el preludio de merecida siesta. Comienza a sonar un canto gregoriano de esos que me gustan y estoy por cerrar los ojos cuando, justo detrás de mi asiento, escucho un alarido. Mi sistema de navegación para dormir es bastante bueno, pero tengo la confusión de si los gritos que escucho provienen de dentro o de fuera de mi cabeza. Por el berrido imagino que están desollando a un feroz animal. Comienzo a hacer un examen de conciencia y me prometo que trataré de no ver tantas pinturas que adornan museos (o algunos templos) con figuras de mártires quemados, acribillados a flechazos, destrozados con lanzas o siendo despojados a jalones de su piel. Como si fueran moscas, me espanto pensamientos y me concentro en la música sacra. Nuevamente vienen chillidos insufribles seguidos de golpes en mi asiento. Abro los ojos y me quito audífonos. En efecto, no es mi imaginación, los gritos son reales y provienen de atrás. Con la discreción que me caracteriza volteo disimuladamente y veo a dos hermanitos, niño y niña, regodeándose y haciendo alarde de que las fronteras del berrinche no tienen límites.

Mantengo la calma. Regulo mis respiraciones. Me concentro en el aire que entra por mi nariz, lo detengo un poco y mi atención se concentra en soltarlo lentamente. Me pongo los audífonos y paso a las canciones de mayor contundencia en cuestión de percusiones y guitarra eléctrica, qué lástima que no traigo a Héroes del Silencio, Mago de Oz o Rammstein, vendrían como anillo al dedo con el sonido local.

Continúo mis investigaciones de campo, veo a un papá que mira el horizonte como si fuera una esfinge, no se inmuta a los bramidos que a boca jarro le sueltan sus hijos. Indago y veo que la madre está en la otra fila de asientos. Tampoco se altera, nada la turba, nada la espanta, ella está ensimismada leyendo una revista de cotilleo. Rastreo los rostros de mis vecinos, ellos también contemplan la escena, sin quererlo, están imbuidos en ella, y a su vez su vista recorre el ciclo que va de los niños, al papá, a la mamá, a los niños… En lo personal, creo que situaciones límite poco a poco tienden a moderarse, quiero ser testigo de tal momento. Todo es en vano. Estos niños me recuerdan a Chucky o, mejor dicho, a los Gremlins (películas ochenteras) que al ser bañados al pasar la media noche se convierten en demonios en miniatura.

Del espasmo paso a la ofensiva: intento cruzar mirada con algunos de los infantes que lloran como si fueran legión. Logro que la niña me vea, estaba por gesticularle una mueca de reprobación pero me ganó con su sonrisa y alzó sus cejas en señal de que esto apenas iniciaba. Así fue, por más de dos horas ese tren fue sacudido por embates de fuerzas que van más allá de lo humano.

Cuando por fin venía caminando a mi casa, ya lejos de aquel vagón de tortura, me preguntaba: ¿Qué tienen estos niños? ¿Qué les dan? ¿Qué les pasa a sus papás? Y recordaba aquel estribillo de esa canción de Serrat que dice: “¿Qué va a ser de ti lejos de casa?”. Y pensaba: ¿Qué será de estos niños cuando crezcan y se den cuenta que no son el centro del universo? ¿Qué será de ellos cuando la realidad no les dé eso que creen que se merecen? ¿Cómo vivirán la frustración? ¿Cómo se levantarán de las adversidades? ¿Qué harán cuando, por más gritos que den, no vengan sus padres a rescatarlos de problemas? ¿Qué fe les extirparán los demonios del ego? ¿Estarán dispuestos a pagar el precio? Y, en el salón da clase, ¿Qué será de los profesores que los tengan como alumnos?

Hace varias horas los dejé atrás, sin embargo, el zumbido de los gritos de los diminutos zombis mutantes me sigue acompañando.

@elmayo

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