En el primer domingo del año y el segundo después de Navidad, Francisco se asomó a la ventana de su estudio en el palacio apostólico a medio día para rezar el Ángelus con los fieles y peregrinos reunidos en la Plaza de San Pedro. »El Verbo, o sea la Palabra creadora de Dios, se hizo carne y habitó entre nosotros -dijo hablando del prólogo del Evangelio de san Juan-. Esa Palabra, que reside en el cielo, es decir en la dimensión de Dios -continuó-, ha venido a la tierra a fin de que nosotros la escucháramos y pudiéramos conocer y tocar con las manos el amor del Padre. El Verbo de Dios es su mismo Hijo Unigénito, hecho hombre, lleno de amor y de fidelidad, es el mismo Jesús».
El Papa explicó que el Evangelista »no esconde el carácter dramático de la Encarnación del Hijo de Dios, subrayando que al don de amor de Dios se contrapone la no acogida por parte de los hombres. La Palabra es la luz, y sin embargo los hombres han preferido las tinieblas; la Palabra vino entre los suyos, pero ellos no la han acogido. Le han cerrado la puerta en la cara al Hijo de Dios. Es el misterio del mal que asecha también nuestra vida y que requiere por nuestra parte vigilancia y atención para que no prevalezca. El Libro del Génesis dice una bella frase que nos hace comprender esto: dice que el mal está agazapado a la puerta. Ay de nosotros si lo dejamos entrar; sería él entonces el que cerraría nuestra puerta a quien quiera. En cambio, estamos llamados a abrir de par en par la puerta de nuestro corazón a la Palabra de Dios, a Jesús, para llegar a ser así sus hijos».
Con estas palabras recordó que una vez más la Iglesia propone esta invitación que acoge la Palabra de salvación, este misterio de la luz. »Si acogemos a Jesús, creceremos en el conocimiento y en el amor del Señor y aprenderemos a ser misericordiosos como Él -dijo-. Especialmente en este Año Santo de la Misericordia, hagamos de modo que el Evangelio sea cada vez más carne en nuestra vida. Acercarse al Evangelio, meditarlo y encarnarlo en la vida cotidiana es la mejor manera para conocer a Jesús y llevarlo a los demás. Ésta es la vocación y la alegría de todo bautizado: indicar y donar a los demás a Jesús; pero para hacer esto debemos conocerlo y tenerlo dentro de nosotros, como Señor de nuestra vida. Y Él nos defiende del mal, del diablo, que siempre está agazapado ante nuestra puerta, ante nuestro corazón, y quiere entrar. Antes de finalizar, animó a todos a encomendarse a María que es »precisamente en el pesebre donde contemplamos en estos días su dulce imagen de Madre de Jesús y Madre nuestra».