Por Jorge TRASLOSHEROS |

El catolicismo vergonzante es la mayor vergüenza de la catolicidad mexicana. Impide el testimonio integral de la fe y, en consecuencia, la plena participación ciudadana. Mal de males pues, en estos momentos, México sufre de un déficit de ciudadanía para enfrentar la crisis cuyo nombre es “corrupción” y su apellido “violencia”.

El catolicismo vergonzante es resultado de dos grandes persecuciones religiosas en México. La primera, abierta y muy violenta (1914-1938), nos legó el testimonio de muchos mártires. La segunda, de baja intensidad, seguida durante décadas hasta nuestros días, ha minando el corazón de no pocos católicos hasta llenarnos de temor e inseguridades, perjudicando nuestra esperanza. Es más difícil de identificar porque toma la forma de acoso cultural, de constante descalificación en la vida personal, laboral y política. Su objetivo es domesticar a los católicos, para expulsar al cristianismo del espacio público y extirparlo del corazón de cada ciudadano. Se expresa inequívocamente en políticas públicas, medios educativos, académicos, intelectuales y de comunicación, acompañados por leyes limitativas contra la libertad religiosa, listas para alzarse amenazantes cual guadaña cortacabezas.

En la persecución abierta la frontera entre las catacumbas y la vida pública es inconfundible; pero en la segunda, ésta se desdibuja hasta hacerse irreconocible. Por eso hace tanto daño, porque el espacio a la auto compasión, como forma de auto justificación, es grande. Ninguna persecución es buena, pero la de baja intensidad es devastadora en el mediano y largo plazo, pues termina por contar con la colaboración del mismo católico tomando formas vergonzantes tímidas, patonas o light.

La persecución de baja intensidad la hemos vivido en México por décadas, hasta acostumbrarnos a verla como algo natural e incluso necesario para expresarse en el espacio público. Pero es una mentira monumental. La condición de existencia de una sociedad democrática y plural es que cada persona se exprese y participe en libertad desde su propia cultura. Y la religión, bien sabemos, es cultura en movimiento. Este encuentro en la sociedad civil necesita del espacio de la razón, del respeto y la razonabilidad (la triple “R” como me gusta llamarle). Por lo mismo, el daño causado al católico es tremendo porque éste practica la religión del encuentro dialogante entre la razón y la fe. Un católico así limitado se convierte en un ciudadano lisiado, en pez fuera del agua llamado seductoramente por la muerte.

Sin embargo, lo que explica no justifica. Mucho menos cuando las condiciones de existencia del católico han cambiado radicalmente dentro y fuera de la Iglesia. Por un lado, el Concilio Vaticano II, la riqueza del magisterio latinoamericano expresado en la Celam de Aparecida (Brasil, 2007), más la existencia de un laicado bien capacitado para la vida cívica, han generado una nueva catolicidad dispuesta al diálogo, al encuentro y la participación decidida para anunciar la esperanza y dar batalla contra la cultura del descarte.

Por otro lado, las condiciones en México también han cambiado. Lo podemos apreciar en tres reformas constitucionales alcanzadas no por limosnera dádiva, sino en virtud de la maduración de nuestra Iglesia postconciliar. En 1992 se logró el reconocimiento jurídico de las iglesias para normalizar su existencia dentro de la sociedad civil. En 2011, la reforma en derechos humanos abrió la puerta para entender la libertad religiosa como uno de los más importantes derechos humanos del Derecho internacional, lo que finalmente se plasmó, en 2013, en la reforma al artículo 24. Hoy, la Iglesia forma parte sustantiva de la sociedad civil y los católicos podríamos ejercer nuestra libertad religiosa en público y en privado, si quisiéramos.

Hoy, la única explicación cierta a la existencia del catolicismo vergonzante está en el corazón de cada católico, de manera muy especial en los laicos del mundo académico e intelectual. Ha llegado el momento de sacudirnos temores, alegrarnos con la fe y meterle inteligencia, para coadyuvar a generar una ciudadanía entusiasmada con la paz y la justicia, como Dios manda. San Pablo nos recordaba el domingo pasado que la Iglesia es el cuerpo místico de Cristo, formado por la comunión de los bautizados, cada uno con su carisma personal, para dar fruto generoso ahí donde Dios nos ponga, nos mande o nos siembre.

Bien decía don Bosco que cada católico debe ser buen cristiano y virtuoso ciudadano. Francisco nos ha llamado, por lo mismo, a ser fieles al Evangelio para ser misioneros de la misericordia en medio del mundo. Ha llegado el momento de superar, con generosidad, nuestra condición de católicos vergonzantes.

jtraslos@unam.mx
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@jtraslos

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