José Antonio PAGOLA |
Siguiendo una antiquísima tradición romana, el Viernes Santo no se celebra la Eucaristía sino una solemne liturgia que tiene como centro la Pasión y la Muerte del Señor.
Siempre me ha impresionado, dentro de esta celebración, la liturgia sobria y profunda de la adoración de la Cruz, de inspiración probablemente oriental.
En primer lugar, el descubrimiento progresivo del Crucificado y la repetida invitación a la adoración. Luego, la procesión de todos los fieles hacia la Cruz, mientras se canta el admirable himno «Crux fidelis». Por fin, el beso emocionado de cada creyente al Cristo muerto.
No es un momento de tristeza. Para los creyentes es momento de hondo recogimiento donde se entremezclan, de manera difícil de expresar, el agradecimiento, la adoración, el arrepentimiento.
Ese gran teólogo y gran creyente que fue Karl Rahner nos ha desvelado su alma orante en ese precioso libro que lleva por título «Oraciones de vida «.
Tal vez su oración nos pueda ayudar también a nosotros a acercarnos esa tarde del Viernes Santo al Dios crucificado:
«¿En dónde podría yo refugiarme con mi debilidad, con mi dejadez, con mis ambigüedades e inseguridades… sino en Ti, Dios de los pecadores comunes, cotidianos, cobardes, corrientes?».
«Mírame, Señor, mira mi miseria. ¿A quién podría huir sino a Ti?
¿Cómo podría soportarme a mí mismo si no supiera que Tú me soportas, si no tuviera la experiencia de que Tú eres bueno conmigo?».
«Mi pecado no es grandioso, es tan cotidiano, tan común, tan corriente que incluso puede pasar inadvertido… Pero qué hastío suscita mi miseria, mi apatía, la horrible mediocridad de mi buena conciencia.
Sólo Tú puedes soportar tal corazón.
Sólo Tú tienes aún para mí un amor paciente.
Sólo Tú eres más grande que mi pobre corazón».
«Dios santo, Dios justo, Dios que eres la Verdad, la Fidelidad, la Sinceridad, la justicia, la Bondad… ten compasión de mí… Soy un pecador, pero tengo un deseo humilde de tu misericordia gratuita».
«Tú no te cansas en tu paciencia conmigo. Tú vienes en mi ayuda. Tú me das la fuerza de comenzar siempre de nuevo, de esperar contra toda esperanza, de creer en la victoria, en tu victoria en mí en todas las derrotas, que son las mías».
Este año tal vez nuestro beso al Crucificado puede ser un poco más sincero y profundo.
El horror de la crucifixión
Jesús escucha la sentencia aterrado. Sabe lo que es la crucifixión. Desde niño ha oído hablar de ese horrible suplicio. Sabe también que no es posible apelación alguna. Pilato es la autoridad suprema. Él, un súbdito de una provincia sometida a Roma, privado de los derechos propios de un ciudadano romano.
Todo está decidido. A Jesús le esperan las horas más amargas de su vida.
La crucifixión era considerada en aquel tiempo como la ejecución más terrible y temida. Flavio Josefo la considera «la muerte más miserable de todas» y Cicerón la califica como «el suplicio más cruel y terrible». Tres eran los tipos de ejecución más ignominiosos entre los romanos: agonizar en la cruz, ser devorado por las fieras o ser quemado vivo en la hoguera.
La crucifixión no era una simple ejecución, sino una lenta tortura. Al crucificado no se le dañaba directamente ningún órgano vital, de manera que su agonía podía prolongarse durante largas horas y hasta días. Por otra parte, era normal combinar el castigo básico de la crucifixión con humillaciones y tormentos diversos. Los datos son escalofriantes. No es extraño mutilar al crucificado, vaciarle los ojos, quemarlo, flagelarlo o torturarlo de diversas formas antes de colgarlo en la cruz. La manera de llevar a cabo la crucifixión se prestaba sin más al sadismo de los verdugos. Séneca habla de hombres crucificados cabeza abajo o empalados en el poste de la cruz de manera obscena. Al describir la caída de Jerusalén, Flavio Josefo cuenta que los derrotados «eran azotados y sometidos a todo tipo de torturas antes de morir crucificados frente a las murallas… Los soldados romanos, por ira y por odio, para burlarse de ellos, colgaban de diferentes formas a los que cogían, y eran tantas sus víctimas que no tenían espacio suficiente para poner sus cruces, ni cruces para clavar sus cuerpos».
La crucifixión de Jesús no parece haber sido un acto de ensañamiento especial por parte de los verdugos. Las fuentes cristianas solo hablan de la flagelación y la crucifixión, además de burlas y humillaciones de diverso tipo.
La crueldad de la crucifixión estaba pensada para aterrorizar a la población y servir así de escarmiento general. Siempre era un acto público. Las víctimas permanecían totalmente desnudas, agonizando en la cruz, en un lugar visible: un cruce concurrido de caminos, una pequeña altura no lejos de las puertas de un teatro o el lugar mismo donde el crucificado había cometido su crimen. No era fácil de olvidar el espectáculo de aquellos hombres retorciéndose de dolor entre gritos y maldiciones. En Roma había un lugar especial para crucificar a los esclavos. Se llamaba Campus Esquilinus. Este campo de ejecución, lleno de cruces e instrumentos de tortura, y rodeado casi siempre de aves de rapiña y perros salvajes, era la mejor fuerza de disuasión. Es fácil que el montículo del Gólgota (lugar de la Calavera), no lejos de las murallas, junto a un camino concurrido que llevaba a la puerta de Efraín, fuera el «lugar de ejecución» de la ciudad de Jerusalén.
La crucifixión no se aplicaba a los ciudadanos romanos, excepto en casos excepcionales y para mantener la disciplina entre los militares. Era demasiado brutal y vergonzosa: el castigo típico para los esclavos. Se le llamaba servile supplicium. El escritor romano Plauto describe con qué facilidad se les crucificaba para mantenerlos aterrorizados, cortando de raíz cualquier conato de rebelión, huida o robos. Por otra parte, era el castigo más eficaz para los que se atrevían a levantarse contra el Imperio.
Durante muchos años fue el instrumento más habitual para «pacificar» a las provincias rebeldes. El pueblo judío lo había experimentado repetidamente. Solo en un período de setenta años, cercanos a la muerte de Jesús, el historiador Flavio Josefo nos informa de cuatro crucifixiones masivas: el año 4 a. C, Quintilio Varo crucifica a dos mil rebeldes en Jerusalén; entre los años 48 al 52, Quadrato, legado de Siria, crucifica a todos los capturados por Cumano en un enfrentamiento entre judíos y samaritanos; el año 66, durante la prefectura del cruel Floro, son flagelados y crucificados un número incontable de judíos; a la caída de Jerusalén (septiembre del 70), numerosos defensores de la ciudad santa son crucificados brutalmente por los romanos.
Quienes pasan cerca del Gólgota este 7 de abril del año 30 no contemplan ningún espectáculo piadoso.
Una vez más están obligados a ver, en plenas fiestas de Pascua, la ejecución cruel de un grupo de condenados. No lo podrán olvidar fácilmente durante la cena pascual de esa noche. Saben bien cómo termina de ordinario ese sacrificio humano. El ritual de la crucifixión exigía que los cadáveres permanecieran desnudos sobre la cruz para servir de alimento a las aves de rapiña y a los perros salvajes; los restos eran depositados en una fosa común. Quedaban así borrados para siempre el nombre y la identidad de aquellos desgraciados. Tal vez se actuará de manera diferente en esta ocasión, pues faltan ya pocas horas para que dé comienzo el día de Pascua, la fiesta más solemne de Israel, y, entre los judíos, se acostumbra a enterrar a los ejecutados en el mismo día. Según la tradición judía, «un hombre colgado de un árbol es una maldición de Dios».
Las últimas horas
¿Qué vivió realmente Jesús durante sus últimas horas? La violencia, los golpes y las humillaciones comienzan la misma noche de su detención.
En los relatos de la pasión leemos dos escenas paralelas de maltrato. Las dos siguen de inmediato a la condena de Jesús por parte del sumo sacerdote y por parte del prefecto romano, y las dos están relacionadas con los temas tratados. En el palacio de Caifás, Jesús recibe «golpes» y «salivazos», le cubren el rostro y se ríen de él diciéndole: «Profetiza, Mesías, ¿quién es el que te ha pegado?»; las burlas se centran en Jesús como «falso profeta», que es la acusación que está en el trasfondo de la condena judía.
En el pretorio de Pilato, Jesús recibe de nuevo «golpes» y «salivazos», y es objeto de una mascarada: le echan encima un manto de púrpura, le encajan en la cabeza una corona de espinas, ponen en sus manos una caña a modo de cetro real y doblan ante él sus rodillas diciendo: «Salve, rey de los judíos»; aquí todo el escarnio se concentra en Jesús como «rey de los judíos», que es la preocupación del prefecto romano.
Probablemente, tal como están descritas, ninguna de estas dos escenas goza de rigor histórico. El primer relato ha sido sugerido, en parte, por la figura del «siervo sufriente de Yahvé», que ofrece sus espaldas a los «golpes» de sus verdugos y no rehúye los «insultos» y «salivazos». La mascarada de los soldados, por su parte, se inspira probablemente en el ritual de la investidura de los reyes, con los símbolos bien conocidos de la clámide de púrpura, la corona de hojas silvestres y el gesto de la prosternación, en el que toma parte, según Marcos, «toda la cohorte» (¡600 soldados!). Se trata, sin duda, de dos escenas profundamente reelaboradas en las que, de manera indirecta y con no poca ironía, los cristianos hacen confesar a los adversarios de Jesús lo que realmente este es para ellos: profeta de Dios y rey.
Esto no significa que todo sea ficción, ni mucho menos. En el origen de la primera escena en el palacio de Caifás parece que subyace el recuerdo de bofetadas asestadas por uno o varios guardias del sumo sacerdote en la noche del arresto. Este trato vejatorio a los detenidos era bastante habitual. Cuando, treinta años más tarde, por los años sesenta, Jesús, hijo de Ananías, fue arrestado por las autoridades judías porque profetizaba contra el templo, recibió numerosos golpes antes de ser entregado a los romanos. Algo parecido se puede decir del escarnio por parte de los soldados de Pilato. La escena no se inspira en ningún texto bíblico y la actuación vejatoria con un condenado es verosímil. Los soldados de Pilato no eran legionarios romanos disciplinados, sino tropas auxiliares reclutadas entre la población samaritana, siria o nabatea, pueblos profundamente antijudíos. No es nada improbable que cayeran en la tentación de burlarse de aquel judío, caído en desgracia y condenado por su prefecto. No sabemos exactamente lo que hicieron con Jesús. La descripción concreta que ofrecen los evangelios parece inspirada en burlas e incidentes como el que narra Filón. Según este escritor judío, el año 38, para burlarse del rey Herodes Agripa de visita en Alejandría, tomaron a un deficiente mental llamado Carabas y lo «entronizaron» en el gimnasio de la ciudad: le pusieron en la cabeza una hoja de papiro en forma de diadema, le cubrieron las espaldas con una alfombra como manto real y le dieron a sujetar una caña a modo de cetro; luego, como en los «mimos teatrales», unos jóvenes se pusieron de pie a ambos lados imitando a una guardia personal, mientras otros lo homenajeaban.
Los soldados de Pilato comenzaron realmente a intervenir de manera oficial cuando su prefecto les dio la orden de flagelar a Jesús. La flagelación, en este caso, no es un castigo independiente ni un juego más de los soldados. Forma parte del ritual de la ejecución, que comienza por lo general con la flagelación y culmina con la crucifixión propiamente dicha. Probablemente, después de escuchar la sentencia, Jesús es conducido por los soldados al patio del palacio, llamado «patio del enlosado», para proceder a su flagelación. El acto es público. No sabemos si alguno de sus acusadores asiste a aquel triste espectáculo.
Para Jesús comienzan sus horas más terribles. Los soldados lo desnudan totalmente y lo atan a una columna o un soporte apropiado. Para la flagelación se utilizaba un instrumento especial llamado flagrum, que tenía un mango corto y estaba hecho con tiras de cuero que terminaban en bolas de plomo, huesos de carnero o trocitos de metal punzante. Desconocemos los instrumentos que pudieron utilizar los verdugos de Jesús, pero sabemos cuál era siempre el resultado. Jesús queda maltrecho, sin apenas fuerza para mantenerse en pie y con su cuerpo en carne viva. Así quedó también Jesús, hijo de Ananías, cuando fue flagelado por Albino el año 62. Flavio Josefo lo describe «despellejado a latigazos hasta los huesos». El castigo es tan brutal que a veces los condenados mueren durante el suplicio. No fue el caso de Jesús, pero las fuentes sugieren que quedó con muy pocas fuerzas. Al parecer tuvo que ser ayudado a llevar la cruz, pues no podía con ella, y de hecho su agonía no se prolongó: murió antes que los otros dos reos crucificados juntamente con él.
Terminada la flagelación se procede a la crucifixión. No hay que demorarla. La ejecución de tres crucificados lleva su tiempo, y faltan pocas horas para la caída del sol, que marcará el comienzo de las fiestas de Pascua. Los peregrinos y la población de Jerusalén se apresuran a realizar los últimos preparativos: algunos suben al templo a adquirir su cordero y degollarlo ritualmente; otros marchan a sus casas a preparar la cena. Se respira el ambiente festivo de la Pascua. Desde el palacio del prefecto se pone en marcha una lúgubre comitiva camino del Gólgota. El trayecto es relativamente corto. Tal vez no llega a quinientos metros. Al salir del pretorio, toman probablemente la estrecha calle que corre entre el palacio fortaleza de Pilato y las murallas; cuando salgan de la ciudad por la puerta de Efraín se encontrarán ya en el lugar de la ejecución.
Los tres condenados caminan escoltados por un pequeño pelotón de cuatro soldados. A Pilato le ha parecido suficiente para garantizar la seguridad y el orden. Los seguidores más cercanos de Jesús han huido: no teme grandes altercados por la ejecución de aquellos desgraciados. Probablemente, en la comitiva van también con ellos los verdugos encargados de ejecutarlos. Son tres los reos, y la crucifixión requiere destreza. Llevan consigo el material necesario: clavos, cuerdas, martillos y otros objetos. Jesús marcha en silencio. Lo mismo que los demás reos, lleva sobre sus espaldas el patibulum o travesaño horizontal donde pronto será clavado; cuando lleguen al lugar de la ejecución, será ajustado a uno de los palos verticales que están fijados permanentemente en el Gólgota para ser utilizados en las ejecuciones. Colgada al cuello lleva una pequeña tablita donde, según la costumbre romana, está escrita la causa de la pena de muerte. Cada uno lleva la suya. Es importante que todos sepan lo que les espera a quienes los imiten: la crucifixión ha de servir de escarmiento general. Según algunas fuentes, Jesús no pudo arrastrar la cruz hasta el final. En un determinado momento, los soldados, temiendo que no llegara vivo al lugar de la crucifixión, obligaron a un hombre que venía del campo a celebrar la Pascua a que trasportara la cruz de Jesús hasta el Calvario. Se llamaba Simón, era oriundo de Cirene (en la actual Libia) y padre de Alejandro y Rufo.
No tardan en llegar al Gólgota. Sin ser tan famoso como el Campus Esquilinus de Roma, el emplazamiento era tal vez conocido en Jerusalén como lugar de ejecuciones públicas. Así lo sugiere su siniestro nombre: «lugar del Cráneo» o «lugar de la Calavera». En español, «el Calvario». Era un pequeño montículo rocoso de diez o doce metros de altura sobre su entorno. La zona había sido antiguamente una cantera de donde se extraía material para las construcciones de la ciudad. En aquel momento servía, al parecer, como lugar de enterramiento en las cavidades de las rocas. En la parte superior del montículo se podían ver los palos verticales hundidos firmemente en la roca. Junto al Gólgota pasaba un camino muy transitado que llevaba a la cercana puerta de Efraín. El lugar no puede ser más apropiado para hacer de la crucifixión un castigo ejemplarizante.
Enseguida se procede a la ejecución de los tres reos. Con Jesús se hace probablemente lo que se hacía con cualquier condenado. Lo desnudan totalmente para degradar su dignidad, lo tumban en el suelo, extienden sus brazos sobre el travesaño horizontal y con clavos largos y sólidos lo clavan por las muñecas, que son fáciles de atravesar y permiten sostener el peso del cuerpo humano. Luego, utilizando instrumentos apropiados, elevan el travesaño a una con el cuerpo de Jesús y lo fijan al palo vertical antes de clavar sus dos pies a la parte inferior. De ordinario, la altura de la cruz no superaba mucho los dos metros, de manera que los pies del crucificado quedaban a treinta o cincuenta centímetros del suelo. De este modo, la víctima queda más cerca de sus torturadores durante su largo proceso de asfixia y, una vez muerto, puede ser pasto fácil de los perros salvajes.
Los soldados se preocupan de colocar en la parte superior de la cruz la pequeña placa de color blanco en la que, con letras negras o rojas bien visibles, se indica la causa por la que se ejecuta a Jesús. Es lo acostumbrado en estos casos. Al parecer, el letrero de Jesús estaba escrito en hebreo, la lengua sagrada que más se utilizaba en el templo, en latín, lengua oficial del Imperio romano, y en griego, la lengua común de los pueblos del Oriente, la más hablada seguramente por los judíos de la diáspora. Debe quedar muy claro el delito de Jesús: «rey de los judíos». Estas palabras no son un título cristológico inventado posteriormente por los cristianos.
No es tampoco una notificación oficial que recoja las actas del proceso ante Pilato. Se trata más bien de una manera de informar a la población para que la ejecución de Jesús sirva de escarmiento. De manera inteligible y con su pequeña dosis de burla, se advierte a todos de lo que les espera si siguen los pasos de este hombre que cuelga de la cruz.
Jesús es ejecutado con otros condenados. Al parecer era bastante habitual este tipo de ejecuciones en grupo. Las fuentes cristianas hablan solo de otros dos crucificados. Pudieron ser más. No sabemos si eran «bandidos» capturados en algún tipo de refriega contra las autoridades romanas o, más bien, «delincuentes comunes» condenados por algún crimen castigado con pena de muerte. Algunos ponen en duda el hecho: piensan que se trata de un detalle inventado a partir de textos bíblicos como Isaías 53,12 o el Salmo 22,17 para mostrar con más fuerza la atrocidad que se ha cometido contra Jesús, que, siendo inocente, ha sido ejecutado como un criminal cualquiera. Tal vez el detalle fue recogido con esa intención, pero no parece un hecho ficticio. Seguramente Jesús fue ejecutado junto con otros condenados siguiendo una práctica habitual. Sin embargo, la forma de representar a Jesús en un lugar preeminente y central, en medio de dos bandidos, se puede deber a razones de «estética cristiana».
Terminada la crucifixión, los soldados no se mueven del lugar. Su obligación es vigilar para que nadie se acerque a bajar los cuerpos de la cruz y esperar hasta que los condenados lancen su último estertor.
Mientras tanto, según los evangelios, se reparten los vestidos de Jesús echando a suertes qué es lo que se llevará cada uno. Probablemente fue así. Según una práctica romana habitual, las pertenencias del condenado podían ser tomadas como «despojos». El crucificado debía saber que ya no pertenecía al mundo de los vivos.
Los evangelios han conservado también el recuerdo de que, en algún momento, los soldados ofrecieron a Jesús algo de beber. No es fácil saber lo ocurrido. Según Marcos y Mateo, al llegar al Gólgota, antes de crucificarlo, los soldados ofrecen a Jesús «vino mezclado con mirra», una bebida aromática que adormecía la sensibilidad y ayudaba a soportar mejor el dolor; se nos dice que Jesús «no lo tomó». Al final, poco antes de morir, ocurre algo totalmente diferente. Al oír a Jesús lanzar un fuerte grito invocando a Dios, uno de los soldados se apresura a ofrecerle un «vino avinagrado», llamado en latín posea, una bebida fuerte, muy popular entre los soldados romanos, que la tomaban para recobrar fuerzas y reavivar el ánimo. Esta vez no es un gesto de compasión para calmar el dolor del crucificado, sino una especie de burla final para que aguante un poco más por si viene Elías en su ayuda (!). No se nos dice si Jesús lo bebe. Probablemente ya no tiene fuerzas para nada. Este ofrecimiento de vinagre en los momentos finales está tan arraigado en todas las fuentes que, probablemente, es histórico: una burla más, esta vez en plena agonía.
Pero seguramente el detalle fue recogido en la tradición porque cobraba una hondura especial a la luz de las quejas de un orante que se lamenta así: «Espero en vano compasión, no encuentro quien me consuele; me han echado veneno en la comida, han apagado mi sed con vinagre».
Ya solo queda esperar. Jesús ha sido clavado a la cruz entre las nueve de la mañana y las doce del mediodía. La agonía no se va a prolongar. Son para Jesús los momentos más duros. Mientras su cuerpo se va deformando, crece la angustia de su asfixia progresiva. Poco a poco se va quedando sin sangre y sin fuerzas. Sus ojos apenas pueden distinguir algo. Del exterior solo le llegan algunas burlas y los gritos de desesperación y rabia de quienes agonizan junto a él. Pronto le sobrevendrán las convulsiones. Luego, el estertor final.
En manos del Padre
¿Cómo vive Jesús este trágico martirio? ¿Qué experimenta al comprobar el fracaso de su proyecto del reino de Dios, el abandono de sus seguidores más cercanos y el ambiente hostil de su entorno? ¿Cuál es su reacción ante una muerte tan ignominiosa como cruel? Sería un error pretender desarrollar una investigación de carácter psicológico que nos adentrara en el mundo interior de Jesús. Las fuentes no se orientan hacia una descripción psicológica de su pasión, pero invitan a acercarnos a sus actitudes básicas a la luz del «sufrimiento del justo inocente», descrito en diferentes salmos bien conocidos en el pueblo judío.
Entre los primeros cristianos existe el recuerdo de que, al final de su vida, Jesús ha vivido una lucha interior angustiosa. Incluso le ha pedido a Dios que lo liberara de aquella muerte tan dolorosa.
Probablemente nadie sabe con certeza las palabras precisas que ha pronunciado. Para acercarse de alguna manera a su experiencia, acuden al Salmo 42: en la angustia de este orante escuchan un eco de lo que ha podido vivir Jesús. Al mismo tiempo asocian su plegaria en este terrible momento a formas de oración que ellos mismos recitan y que provienen de Jesús: sin duda él ha sido el primero en vivirlas en el fondo de su corazón. Quizá, al comienzo, no se sabe concretar cuándo y dónde ha vivido Jesús esta crisis, pero muy pronto se sitúa el hecho en el «huerto de Getsemaní», en el momento dramático en que se va a producir su detención.
La escena encoge el alma. En medio de las sombras de la noche, Jesús se adentra en el «huerto de los Olivos». Poco a poco «comienza a entristecerse y angustiarse». Luego se aparta de sus discípulos buscando, como es su costumbre, un poco de silencio y paz. Pronto «cae al suelo» y se queda prosternado tocando con su rostro la tierra. Los textos tratan de sugerir su abatimiento con diversos términos y expresiones. Marcos habla de «tristeza»: Jesús está profundamente triste, con una tristeza mortal; nada puede poner alegría en su corazón; una queja se le escapa: «Mi alma está muy triste, hasta la muerte». Se habla también de «angustia»: Jesús se ve desamparado y abatido; un pensamiento se ha apoderado de él: va a morir. Juan habla de «turbación»: Jesús está desconcertado, roto interiormente. Lucas subraya la «ansiedad»: lo que experimenta Jesús no es inquietud ni preocupación; es horror ante lo que le espera. La carta a los Hebreos dice que Jesús lloraba: al orar le saltaban las «lágrimas».
Desde el suelo, Jesús comienza a orar. La fuente más antigua recoge así su oración: «¡Abbá, Padre! Todo es posible para ti; aparta de mí esta copa; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieres tú». En este momento de angustia y abatimiento total, Jesús vuelve a su experiencia original de Dios: Abbá. Con esta invocación en su corazón se sumerge confiadamente en el misterio insondable de Dios, que le está ofreciendo una copa tan amarga de sufrimiento y muerte. No necesita muchas palabras para comunicarse con Dios: «Tú lo puedes todo. Yo no quiero morir. Pero estoy dispuesto a lo que tú quieras». Dios lo puede todo. Jesús no tiene ninguna duda. Podría hacer realidad su reino de otra forma que no entrañara este terrible suplicio de la crucifixión. Por eso le grita su deseo: «Aparta lejos de mí esa copa. No me la acerques más. Quiero vivir». Tiene que haber otra manera de que se cumplan los designios de Dios. Hace unas horas, al despedirse de los suyos, él mismo estaba hablando, con una copa en sus manos, de su entrega completa al servicio del reino de Dios. Ahora, angustiado, pide al Padre que le ahorre esa copa.
Pero está dispuesto a todo, incluso a morir, si es eso lo que el Padre quiere. «Que se haga lo que quieres tú». Jesús se abandona totalmente a la voluntad de su Padre en el momento en que esta se le presenta como algo absurdo e incomprensible.
¿Qué hay en el trasfondo de esta oración? ¿De dónde brota la angustia de Jesús y su invocación al Padre?
Lo que le aflige es, sin duda, tener que morir tan pronto y de una forma tan violenta. La vida es el regalo más grande de Dios. Para Jesús, como para cualquier judío, la muerte es la mayor desgracia, pues destruye todo lo bueno que hay en la vida y no conduce sino a una existencia sombría en el sheol. Tal vez su alma se estremece aún más al pensar en una muerte tan ignominiosa como la crucifixión, considerada por muchos como signo del abandono y hasta de la maldición de Dios. Pero todavía hay algo más trágico para Jesús. Va a morir sin ver realizado su proyecto. Ha vivido con tal pasión su entrega, está tan identificado con la causa de Dios, que ahora su desgarro es más horroroso. ¿Qué va a ser del reino de Dios? ¿Quién va a defender a los pobres? ¿Quién va a pensar en los que sufren? ¿Dónde van a encontrar los pecadores la acogida y el perdón de Dios?
La insensibilidad y el abandono de sus discípulos lo hunden en la soledad y la tristeza. Su comportamiento le hace ver la magnitud de su fracaso. Ha reunido en su entorno a un pequeño grupo de discípulos y discípulas; con ellos ha empezado a formar una «nueva familia» al servicio del reino de Dios; ha elegido a los «Doce» como número simbólico de la restauración de Israel; los ha reunido en esa reciente cena para contagiarles su confianza en Dios. Ahora los ve a punto de huir dejándolo solo. Todo se derrumba. La dispersión de los discípulos es el signo más evidente de su fracaso. ¿Quién los reunirá en adelante? ¿Quién vivirá al servicio del reino de Dios?
La soledad de Jesús es total. Su sufrimiento y sus gritos no encuentran eco en nadie: Dios no le responde; sus discípulos «duermen». Apresado por las fuerzas de seguridad del templo, Jesús no tiene ya duda alguna: el Padre no ha escuchado sus deseos de seguir viviendo; sus discípulos se escapan buscando su propia seguridad. ¡Está solo! Los relatos dejan entrever esta soledad de Jesús a lo largo de toda la pasión.
La atención de los habitantes de Jerusalén y de aquella multitud de peregrinos que llena las calles no está en aquel pequeño grupo que va a ser ejecutado en las afueras de la ciudad. En el templo todo es agitación y ajetreo. A esas horas, miles de corderos están siendo sacrificados en el recinto sagrado. La gente se mueve febril rematando los últimos preparativos para la cena pascual. Solo quienes se encuentran en su camino con el cortejo de los condenados o pasan cerca del Gólgota prestan atención. Como es habitual en las sociedades antiguas, son gentes familiarizadas con el espectáculo de una ejecución pública. Sus reacciones son diversas: curiosidad, gritos, burlas, desprecios y algún que otro comentario de lástima.
Desde la cruz, Jesús probablemente solo percibe rechazo y hostilidad.
Solo Lucas habla de una actitud más amable y compasiva por parte de unas mujeres que, en medio del gentío que observa a los condenados camino de la cruz, se acercan a Jesús llorando por él». Por otra parte, un grupo de discípulas de Jesús se encuentra en el escenario del Gólgota «mirando desde lejos», pues los soldados no permiten que nadie se acerque a los crucificados subiendo hasta lo alto del montículo. Se nos dan los nombres de estas valientes mujeres que permanecen allí hasta el final. Todos los evangelistas coinciden en la presencia de María de Magdala, la mujer que tanto quiere a Jesús. Marcos y Mateo hablan de otras dos mujeres: María, la mujer de Alfeo, madre de Santiago el menor y Joset, y Salomé, la madre de Santiago y Juan. Solo el cuarto evangelio menciona a «la madre de Jesús», a una tía suya, hermana de su madre, y a «María, mujer de Cleofás». Aunque se ha dicho con frecuencia que la presencia de estas mujeres ha podido reconfortar a Jesús, el hecho es poco probable. Rodeado por los soldados de Pilato y los encargados de la ejecución, es difícil pensar que, durante su agonía, haya podido adivinar su presencia, obligadas como estaban a permanecer a distancia, perdidas entre la gente.
Probablemente las primeras generaciones cristianas no sabían con exactitud las palabras que Jesús pudo haber murmurado durante su agonía. Nadie estuvo tan cerca como para recogerlas. Existía el recuerdo de que Jesús había muerto orando a Dios y también de que, al final, había lanzado un fuerte grito. Poco más.
Casi todas las palabras concretas que ponen los evangelistas en labios de de Jesús reflejan probablemente las reflexiones de los cristianos, que van ahondando en la muerte de Jesús desde diversas perspectivas, poniendo el acento en diferentes aspectos de su oración: desolación, confianza o abandono en manos del Padre. Al no poder recurrir a recuerdos concretos conservados en la tradición, acuden a salmos bien conocidos en la comunidad cristiana en los que se invoca a Dios desde el sufrimiento.
¿Nos hemos de resignar entonces a no saber nada con seguridad? Parece bastante claro que el «diálogo» de Jesús con su «madre» y el «discípulo amado» es una escena construida por el evangelio de Juan. Lo mismo hemos de decir del «diálogo» entre los dos malhechores y Jesús, redactado casi con seguridad por Lucas. Por otra parte, produce un cierto desencanto saber que la oración tal vez más bella de todo el relato de la pasión es textualmente dudosa. Según el evangelista Lucas, al ser clavado a la cruz, Jesús decía: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen». Sin duda, esa ha sido su actitud interior. Lo había sido siempre. Ha pedido a los suyos «amar a sus enemigos» y «rogar por sus perseguidores»; ha insistido en perdonar hasta «setenta veces siete». Quienes lo han conocido no dudan de que Jesús ha muerto perdonando, pero, probablemente, lo ha hecho en silencio, o al menos sin que nadie le haya podido escuchar. Fue Lucas o tal vez un copista del siglo ii quien puso en su boca lo que todos pensaban en la comunidad cristiana.
El silencio de Jesús durante sus últimas horas es sobrecogedor. Sin embargo, al final, Jesús muere «lanzando un fuerte grito». Este grito inarticulado es el recuerdo más seguro de la tradición. Los cristianos no lo olvidaron jamás. Tres evangelistas ponen además en boca de Jesús moribundo tres palabras diferentes, inspiradas en otros tantos salmos: según Marcos (= Mateo), Jesús grita con fuerte voz: «¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?». Lucas, sin embargo, ignora estas palabras y dice que Jesús grita: «Padre, en tus manos pongo mi espíritu». Según Juan, poco antes de morir, Jesús dice: «Tengo sed», y, después de beber el vinagre que le ofrecieron, exclamó: «Todo está cumplido».
¿Qué podemos decir de estas palabras? ¿Fueron pronunciadas por Jesús? ¿Son palabras cristianas que nos invitan a penetrar en el misterio del silencio de Jesús, roto solo al final por su grito sobrecogedor?
No es difícil entender la descripción que nos ofrece Juan, el evangelista más tardío. Según su visión teológica, «ser elevado a la cruz» es para Jesús «volver al Padre» y entrar en su gloria. Por eso su relato de la pasión es la marcha serena y solemne de Jesús hacia la muerte. No hay angustia ni espanto. No hay resistencia a beber el cáliz amargo de la cruz: «La copa que me ha ofrecido el Padre, ¿no la voy a beber?». Su muerte no es sino la coronación de su deseo más hondo. Así lo expresa: «Tengo sed», quiero culminar mi obra; siento sed de Dios, quiero entrar ya en su gloria. Por eso, después de beber el vinagre que le ofrecen, Jesús exclama: «Todo está cumplido». Ha sido fiel hasta el final. Su muerte no es la bajada al sheol, sino su «paso de este mundo al Padre». En las comunidades cristianas nadie lo ponía en duda.
Es fácil también entender la reacción de Lucas. El grito angustioso de Jesús quejándose a Dios por su abandono le resulta duro. Marcos no había tenido ningún problema en ponerlo en boca de Jesús, pero tal vez algunos lo podían interpretar mal. Entonces, con gran libertad, lo sustituye con otras palabras, a su juicio más adecuadas: «Padre, en tus manos abandono mi vida» . Tenía que quedar claro que la angustia vivida por Jesús no había anulado en ningún momento su actitud de confianza y abandono total en el Padre. Nada ni nadie lo había podido separar de él. Al terminar su vida, Jesús se entregó confiado a ese Padre que había estado en el origen de toda su actuación. Lucas lo quería dejar claro.
Sin embargo, a pesar de todas sus reservas, el grito recogido por Marcos: Eloí, Eloí, ¡lema sabactaní!, es decir, «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?», es, sin duda, el más antiguo en la tradición cristiana y podría remontarse al mismo Jesús. Estas palabras pronunciadas en arameo, lengua materna de Jesús, y gritadas en medio de la soledad y el abandono total son de una sinceridad abrumadora. De no haberlas pronunciado Jesús, ¿se hubiera atrevido alguien en la comunidad cristiana a ponerlas en sus labios? Jesús muere en una soledad total. Ha sido condenado por las autoridades del templo. El pueblo no lo ha defendido.
Los suyos han huido. A su alrededor solo escucha burlas y desprecio. A pesar de sus gritos al Padre en el huerto de Getsemaní, Dios no ha venido en su ayuda. Su Padre querido lo ha abandonado a una muerte ignominiosa. ¿Por qué? Jesús no llama a Dios Abbá, Padre, su expresión habitual y familiar. Le llama Eloí, «Dios mío», como todos los seres humanos. Su invocación no deja de ser una expresión de confianza: ¡Dios mío! Dios sigue siendo su Dios a pesar de todo. Jesús no duda de su existencia ni de su poder para salvarlo. Se queja de su silencio: ¿dónde está? ¿Por qué se calla? ¿Por qué lo abandona precisamente en el momento en que más lo necesita? Jesús muere en la noche más oscura. No entra en la muerte iluminado por una revelación sublime. Muere con un «porqué» en sus labios. Todo queda ahora en manos del Padre.