Por Mónica Muñoz |
Este año jubilar que el Papa Francisco ha decretado y que estamos viviendo con mucho entusiasmo, por un lado, con la apertura de las puertas santas que nos permiten ganar la indulgencia plenaria diariamente, claro, si nosotros queremos, y por el otro, como una valiosa oportunidad que nos brinda la Santa Iglesia para practicar la caridad de cerca, no porque sea una novedad, pues ya nuestro Señor Jesucristo se lo decía al traidor Judas “a los pobres los tendrán siempre con ustedes” (Juan 12-8), sino para destacar que el hermano que tenemos cerca, en algún momento requerirá de nuestra caridad, y aunque el Año de la Misericordia concluya, seguirá siendo nuestro deber velar por el prójimo.
Y digo “caridad”, usando la palabra que la define como virtud teologal, es decir: “amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos”, sin ningún tinte peyorativo. Esto lo comento porque a veces confundimos la caridad con dar limosna, que algo tiene que ver, sin embargo, así dicho se limita la grandeza de la única virtud que perdurará cuando veamos cara a cara a Dios.
No, la caridad es mucho más que dar lo que nos sobra en el momento para alejar a la persona molesta que solicita nuestra ayuda. Es ponernos en el lugar del hermano necesitado y hacer con él lo que quisiéramos que hicieran con nosotros si estuviéramos en su situación.
Aclarado esto, quisiera profundizar en otro punto, donde la caridad toma forma: visitar al enfermo y consolar al triste, que son dos obras de misericordia corporales que pueden transformarse en una sola fácilmente, pues quien ha tenido que acudir a un hospital o domicilio particular para estar unos momentos con un amigo que sufre deterioro en su salud, muy probablemente se encontrará con una escena desoladora: el enfermo que, postrado en cama sufre físicamente, pide apoyo y compañía para hacer su dolor más llevadero.
Por otra parte, está quien dedica su tiempo a acompañar al enfermo, no hablo de médicos y enfermeros, que, por su profesión, tienen el privilegio y la gran oportunidad de realizar a diario el bien, me refiero a las personas, familiares o no, que prestan su tiempo y esfuerzo a cuidar del enfermo, quien, en muchas ocasiones, ya no es capaz de moverse por sí mismo y tiene la necesidad de atención integral, tanto para asearse, ir al baño, comer y todo lo que una persona sana puede hacer sin dificultad. Por eso es comprensible que, en ocasiones, los familiares se alejen de él como si se tratara de un desconocido, o terminan tan cansados que ya no se prestan tan fácilmente para cuidar de su familiar en desgracia.
En ambos casos, lo importante es dar lo que tenemos para que la ayuda sea efectiva. A veces puede ser que se requiera únicamente de buena voluntad para que el enfermo sienta que no está solo y con una visita de cortesía basta. O quizá se sienta tan mal que no desee ver a nadie, en cuyo caso es nuestro deber respetar sus deseos. Lo importante es tener la delicadeza de entender el dolor ajeno y buscar la manera de mitigarlo, y si es necesario y se tiene la posibilidad, hasta de ayudar económicamente, en este sentido no han sido pocos los ejemplos de personas que han realizado colectas o ventas para recaudar fondos y ayudar en el tratamiento de alguien en especial.
También existen las fundaciones que trabajan para apoyar en enfermedades graves a quienes recurren a ellos, convirtiéndose en una magnífica manera de canalizar una aportación económica, aunque sea pequeña, o para colaborar como voluntario.
En cuanto consolar al triste, creo que los primeros que lo requieren son los familiares de los enfermos. Sobre todo si atraviesan por una enfermedad larga, en la que el desgaste físico, emocional y económico es tremendo. No por nada dice el dicho que en la cárcel y en la enfermedad se conoce a los amigos, pues se trata de una etapa de tristeza, incertidumbre y depresión para todos los que rodean al enfermo. Por lo tanto, acompañar a los parientes en esos momentos se vuelve un bálsamo para el alma. Qué mejor si podemos respaldarlos con comida o incluso cuidando del enfermo una noche para que quien habitualmente lo hace descanse o simplemente escuchándolos.
Porque para ayudar sólo hace falta querer, así que no desperdiciemos el tiempo en pensar “¿y si lo hubiera hecho?, ¿y si no quiere?, no parece necesitarlo”, es mejor que estemos presentes y preguntemos con delicadeza en qué podemos ayudar, y sobre todo, pensemos en que algún día, Dios no lo quiera, podríamos ser nosotros los necesitados de apoyo.